Escritos de juventud
Albañilería

de José María de Pereda

Hace algunos años, y durante una situación política muy semejante a la actual, oí decir a un amigo mío:

-Un mal arquitecto está diez años mirando a una casa, con el fin de reformar su distribución interior; y un día, sin encomendarse a Dios ni al diablo, derriba los tabiques, precisamente los más indispensables para el sostén del edificio, y ¡cataplún! «¡Ay, que se me viene la casa encima!», grita el desdichado entonces al conocer su imprevisión. Y corre de aquí para allá, y busca puntales, y proyecta estribos, y amontona escombros, y peor lo pone cuanto más apuntala.

Tratábase a la sazón nada más que de la contribución de Consumos y del derecho de puertas, suprimido de un voleo por dar una dedada de miel a la gente del bronce, y no sustituidos previamente con otros recursos equivalentes.

Pues ese mismo arquitecto parece haber sido el que dispuso el gran derribo de septiembre, a juzgar por los sudores que los albañiles que asisten a la obra pasan a cada instante por evitar las descalabraduras con que los amenaza la viga de acá, el tabique de allá y el arco de acullá que se desploma.

«Este edificio es muy malo -dijeron los hombres de Canarias y de Alcolea-, y, sobre malo, caro y sofocante, o bochornoso; es preciso darle más holgura, más ventilación, más condiciones higiénicas para la gente que lo habita».

Y acto continuo, no lo acometieron por los tabiques interiores, como en el ejemplo de mi amigo, sino por la base, por los cimientos; y cuando la mole se desplomó casi entera, fue cuando conocieron sus moradores que los señores arquitectos no tenían ni un pedrusco nuevo con que empezar a reponer todo lo destruido.

Dejando ya la ficción, y llamando a las cosas por su nombre, en nada se ha visto la torpeza y la falta de plan de los ilustres libertadores como en la cuestión del monarca.

Verdad es que, según repetidas declaraciones de Topete, no se creyó en Cádiz que las cosas llegarían al extremo a que llegaron después de Alcolea..., lo cual evidencia más y más que, al estallar el motín, en todo se pensó, menos en la honra de España, o no es cierto que esto que ahora tenernos sea, como dicen sus autores, «España con honra».

No hay para qué citar las cuestiones y mangoneos de los notables en busca de rey. Todos ustedes saben que se han mendigado en ambos continentes con tanto afán como puede Figuerola buscar prestamistas para salir de un apuro.

Las repulsas de los unos y la escasa importancia de los otros han demostrado perfectamente que sólo se había pensado en ellos in articulo mortis.

El único con quien parecía haberse contraído algún compromiso a priori ha tenido la fortuna de ser cordialmente antipático a toda España, a lo cual se debe hoy el fracaso de su candidatura.

-Pero bien -decían los capataces-; esto es ahora por vía de tanteo. Dejen ustedes que se vote la Constitución, y ya verán si parece un rey como unas perlas.

-Y que le tengo yo para ese caso que ni mandado hacer -añadió don Salustio, el hombre que sacaba príncipes del bolsillo todos los días, como un muchacho puede sacar libras de pan.

-Pero es que, entre tanto, se nos cae la casa -clamaban los trabajadores.

-¿Cómo que se cae? -respondía Prim-; no en mis días.

Y, para fortificar los ánimos, llevaba a comer a la suya a medio Congreso y a todos los oficiales de la guarnición de Madrid.

Y, por si esto no era bastante, comenzaba a agitarse en las regiones políticas la idea de un suplemento de monarquía, una especie de pantalla o monarca transitorio.

Con este proyecto, los muchachos tenían que trabajar como ganapanes, y sudaban la gota gorda, hasta que sus fuerzas se debilitaban.

-A comer a mi casa todo el mundo -decía entonces el general Serrano, presunto regente de la nación.

Y su excelencia daba un banquete que podía competir con los de Baltasar o los de Heliogábalo.

Y así, de este modo, hoy Prim y mañana Serrano, y hoy Serrano, mañana Prim, y otro día este personaje y al siguiente el de más allá, Madrid ha sido durante muchos meses un festín y continuo jolgorio... para los insignes trabajadores que se afanan en la reconstrucción de la nacionalidad española.

El proyecto de Regencia ofrecía la dificultad del nuevo Ministerio que había de mostrarse una vez realizado aquél; y entonces comenzaban a sentirse los efectos del puro patriotismo de que están saturados los tres partidos de la coalición.

Los unionistas no hallaban bastantes para sí dos carteras que se les ofrecían; a los progresistas les parecían demasiadas, y los republicanos querían otras tantas, o, mejor dicho, no querían Regencia.

Crisis al canto, nuevos afanes, nuevas embajadas, nuevos desmayos; y, por ende, nuevos banquetes, no tanto por la necesidad física que se dejaba sentir en los obreros cuanto porque, según miss Fanny, en la mesa es donde mejor se hacen las amistades.

Y la casa, entre tanto, desplomándose poco a poco, y por toda esperanza en el horizonte, el remate de la Constitución.

Diósele a ésta, al cabo, la última mano; pero como la Regencia no se había acordado aún ni el monarca asomaba por ninguna parte, para entretener la impaciencia de los de afuera y los desmayos de los de adentro, a quienes no aliviaban ya los banquetes, por sobrado frecuentes, decretáronse fiestas nacionales, y salió Rivero, el demócrata, a la calle, en lujoso carruaje, precedido de cuatro batidores, seguido de una escolta de honor y llevando al estribo al capitán general de Madrid; formaron los voluntarios en la plaza de las Cortes, se leyó desde un andamio la nueva Constitución, y se le dieron los vivas de ordenanza a duras penas, mientras el general Prim despilfarraba el oro para instalarse regiamente en el palacio del ministerio de la Guerra.

Pero ya teníamos Constitución y era preciso tener el monarca ofrecido para este caso. Nadie como Olózaga debía apresurarse a satisfacer la natural ansiedad del país, pues él era no sólo el que más candidatos había buscado, sino el que se comprometió últimamente a presentar uno a gusto del más exigente.

Y, en efecto, se presenta Olózaga en las Cortes, y dice: «Caballeros, toda vez que no parece un rey por ninguna parte, debemos apresurarnos a votar la Regencia con Serrano».

Consternación general, nueva crisis, las consabidas embajadas, los susodichos sudores y los desmayos de siempre. Vuelta a las comilonas y, por delicada variante, un espléndido baile en la Casa de la Moneda, dispuesto por el diputado señor Muñiz.

Y en éstas estamos; es decir, España, sin Gobierno; la Hacienda, sin un cuarto; los españoles, muertos de hambre y de intranquilidad; los partidos salvadores, disputándose a greña tendida el número de carteras que se les ha de dar en el nuevo Gobierno, y Ruiz Zorrilla, cada semana, en las Cortes, y La Iberia, todos los días en su papel, llamando ladrones a los moderados porque daban comidas y vivían con ostentación y gobernaban mal.

Y yo, convenciéndome más a cada instante, en vista de estos y otros cuadros no menos desastrosos sufridos en santa calma por los contribuyentes, de que dijo muy bien aquel que dijo que «ningún pueblo tiene otro Gobierno que el que merece».



(De El Tío Cayetano, núm. 30.)

13 de junio de 1869.