"Aben-Humeya", drama histórico en tres actos, nuevo en estos teatros.
Su autor don Francisco Martínez de la Rosa[1]

de Mariano José de Larra


No hace muchos días que anunciamos la próxima representación de esta obra de un ingenio distinguido ciertamente en nuestra literatura moderna por sus obras anteriores, en las cuales ha adquirido lauros muy lisonjeros como erudito, como escritor didáctico, como hablista y aun como poeta; al anunciarla no quisimos en manera alguna prevenir el juicio del público, y sólo nos ceñimos a exponer que se había representado ya en París, y la especie de éxito de urbanidad y galantería que en aquella capital había logrado.

Parece sin embargo que nosotros no estábamos bien informados; posteriormente hemos visto y aun leído en el anuncio que del Aben-Humeya ha hecho la empresa de estos teatros, que «en los de París fue recibido con entusiásticos aplausos, y coronado con los honores del más positivo triunfo». Así sería, y nosotros nos apresuramos a dar la enhorabuena al autor y al drama; no se la hemos dado antes porque no sabíamos lo que en París había ocurrido. Pero después de leído el cartel, el cual debe saberlo como saben los carteles esas cosas, sería imperdonable en nosotros el menor asomo de duda; apreciando como apreciamos al autor, es para nosotros un alegrón el haber rectificado por esta vez nuestros erróneos datos; en lo sucesivo no nos volverá a suceder decir que no gustó en París; quedamos plenamente convencidos de que Aben-Humeya ha llegado a nosotros «precedido de una gran reputación adquirida dentro y fuera de España», es decir, europea.

Es verdad que en París no se ha representado demasiado el Aben-Humeya; y esto es claro: era preciso hacer de él, en atención a su mucho mérito, una gran distinción que lo diferenciase esencialmente de las demás cosas que gustan en aquel París; y como a cualquier drama que gusta le sucede representarse mucho, no quedaba más medio de distinguirlo que representarlo poco.

Y en Madrid ¿qué ha sucedido? Lo mismo que en París.

Ya muchas veces nos hemos quejado de la posición difícil en que se encuentra el periodista que tiene que juzgar a un hombre de mérito generalmente reconocido; bien se puede dar el caso que un hombre de un gran talento haga un drama de muy poco valor: esas cosas se ven todos los días; pero siempre corre el riesgo de parecer arrogante o envidioso el que acomete con un juicio crítico de un ingenio como el autor de Aben-Humeya, no estando como no estamos nosotros precedidos, ni aun seguidos, de ninguna especie de reputación adquirida dentro ni fuera de España.

Por esta vez, y bien considerado el Aben-Humeya, no corremos riesgo maldito de parecer envidiosos, por más que haya gustos que requieran palos. Pero en trueque tenemos otro tropiezo que nos detiene muy mucho. Cuando además de ser el autor hombre de pro en literatura, ha sido hombre de valía, políticamente hablando, es decir, cuando es ex ministro, es fuerza andarse con mucho tiento para decirle la verdad, si ésta es amarga. Siempre puede llevar visos la crítica de parcialidad. Por eso si nosotros fuésemos capaces de desear que volviese a ser ministro el señor Martínez de la Rosa, sería en esta ocasión, en que quisiéramos poder aparecer independientes, y decir francamente lo que de Aben-Humeya pensamos. El autor nos pone en el más duro compromiso. Cuando era ministro popular daba al teatro sus mejores dramas y, obligándonos a alabárselos, nos ponía en el aprieto de parecer aduladores; y ahora que no es ministro empieza a dar los peores, poniéndonos igualmente en el amargo trance de parecer enemigos suyos. Esto es por su parte poco generoso.

Resignémonos, sin embargo, con nuestra suerte, y evitemos con nuestra indulgencia toda murmuración y todo juicio temerario. Cuando escribimos «indulgencia» no queremos decir que daremos torcedor a nuestra conciencia, no; la crítica debe ser muy severa con los que se presentan y pasan en el mundo por modelos, para evitar que los que empiezan imiten sus defectos; sino es nuestro propósito advertir que será más lo que de nuestra opinión callemos que lo que digamos.

Conocido es el asunto histórico escogido por el autor, y tanto que fuera ridícula ostentación de eruditos disertar largamente sobre él; nosotros no estamos encargados de juzgar la historia, sino el drama. Desde luego confesamos la predilección con que miramos siempre ese género. En otra ocasión hemos probado, y hablando, si mal no se nos acuerda, del mismo autor, que el drama histórico es la única tragedia moderna posible, y que lo que han llamado los preceptistas tragedia clásica no es sino el drama histórico de los antiguos.

Dos géneros de composición pondríamos al frente de la literatura dramática: 1.º Los hechos gloriosos o los funestos resultados de los extravíos de las pasiones, fundados en la verdad, que los hace ejemplos irrecusables, presentados a los hombres o para su imitación o para su escarmiento; éste es el drama histórico, o la tragedia antigua, no variando en las formas por caprichos de escuelas, sino por la variación que la diferencia de creencias y preocupaciones, de costumbres y de leyes, hace imperiosa en la literatura. 2.º Los vicios o ridiculeces personificados y fundados en la verosimilitud que les sirve de verdad, presentados para lección o deleite; ésta es la comedia dicha clásica, y caída en desuso por las formas estrechas y lánguidas en que la han querido encerrar los preceptistas, pero susceptible en nuestro entender de nuevo interés, y de ninguna manera agotada, como se dice vulgarmente.

El cuento fantástico, hijo de la imaginación del autor, y en que no se deducen los hechos imperiosa y precisamente de los datos admitidos en la base del argumento, ese hecho inventado y vestido en forma de drama, en el cual el espectador puede concebir a cada acción otra consecuencia que la que le atribuye el ingenio, ese que no tiene verdad histórica en su favor que convenza, ni más verosimilitud que una concesión gratuita, ése es el verdadero género bastardo.

Y en cuanto a las disputas de las escuelas y pandillas, como las vemos estribar, más que en el fondo, en las formas, nos será permitido reírnos de ellas, en atención a que creemos que las formas son variables hasta el infinito, porque siempre habrán de seguir la indicación del espíritu de la época. El poeta escribe para ser entendido, y mal pudiera serlo el que no se sujetase al lenguaje, al modo que tienen de revestir sus ideas aquellos que han de aplaudirlo o censurarlo.

Suele tener el drama histórico el inconveniente de dar destruido el interés al espectador, que conoce ya el desenlace de antemano, y el no menor de hacer hablar personajes de quien ya la imaginación se ha formado una idea, difícil de superar por el poeta; sólo el artificio y el gran talento del autor y la elección de un hecho, aunque histórico, algo oscuro pueden hacer triunfar el ingenio. En el argumento de Aben-Humeya el autor ha huido perfectamente de esas dificultades. Pero en cuanto al artificio, poco feliz nos parece haber estado, y de esto se convencerá cualquiera por poco que medite el plan.

Los moriscos de las Alpujarras se rebelan en el reinado de Felipe II, y eligen por jefe a Aben-Humeya, último vástago de la antigua dinastía; degüellan a los cristianos que alcanzan en un limitado espacio de terreno, y se constituyen independientes. Muley-Carime, suegro de Aben-Humeya, reprende y ataca los excesos; dos de los principales rebeldes desaprueban la precipitación con que se eligen rey antes de tener reino, y la arrogancia con que el elegido acepta el prestigio y la autoridad real. Aprovéchanse de la blandura de su suegro para desacreditarle y tildarle de traidor a los ojos del vulgo, fácil de fascinar, envolviendo a Aben-Humeya en la ruina de su deudo.

El capitán general de Granada envía a Lara a intimar la rendición a los rebeldes; Lara es asesinado, y sobre él se encuentran pruebas de las relaciones que conserva Muley-Carime con los castellanos. Aben-Humeya, en la alternativa de castigar a su suegro o perderse con él, le envenena, pero tarde; la facción contraria se ha apoderado ya de su palacio y Aben-Humeya perece víctima de la sedición.

Pobrísimo es el artificio, ningún interés presenta, ningún resorte dramático, ni nuevo ni viejo. Una sola escena hay en él, aquella en que Aben-Humeya echa en cara a Muley su delito; ninguna pasión domina, ningún carácter prepondera, ningún hecho importante se desenvuelve; el estilo mismo es generalmente inferior a otras obras del autor: ¿dónde está el fuego de la creación?

Y vamos a lo más importante. Un personaje histórico oscuro no puede ser digno del teatro sino cuando sus hechos llevan envueltos en sí el éxito o la ruina de la causa pública. Pero ¿cuál es aquí la causa pública? ¿Cuál es la lección moral o política que ha querido darnos el autor con la muerte de Aben Humeya? Si hubiera probado que los moros rebeldes perdieron su causa por la desunión que dejaron introducirse entre ellos, grande objeto era éste, y aun oportuno; pero para eso era preciso haber continuado el drama, era preciso habernos dado el resultado de la tal desunión. Porque habiéndolo dejado en la muerte de Aben-Humeya, la lección que resulta es que cuando uno quiere ser rey no debe tener por suegro a un moro que escriba a un cristiano. ¡Profunda lección por cierto! Por tanto Aben-Humeya no es un drama hecho, sino una exposición de un drama por hacer. Si hubiera empezado por donde acaba, el autor hubiera tal vez llegado a hacer un drama. ¿Por qué se acaba en el tercer acto y no continúa? Si el objeto es Aben-Humeya, represente una pasión, un carácter, una situación; si no ¿quién es él y qué significa su muerte para ocuparnos una noche entera? Si es la rebelión morisca, ¿qué importa que muera Aben-Humeya?

En la manera de buscar los efectos teatrales nótanse medios ya explotados por el autor y por otros. En el primer acto varios conjurados se quejan diciendo cada uno una frase a su vez, como en La conjuración de Venecia. La elección de Aben-Humeya nos recuerda el Pelayo de Quintana; la degollación de los cristianos en el templo y una conjuración estallando en medio de una diversión popular, entre gente sencilla, ajena de que la muerte está tan cerca de la vida, y el dolor del placer, es contraste ya presentado en La conjuración. En el diálogo, igual afectación de sensibilidad y ternura, igual afectación de sencillez que degenera a veces en trivialidad, como el «déjame», que en tono de marido dice a su cansada mujer Aben-Humeya, y que arrancó risas. No pasaremos sin embargo en silencio el elogio debido a un efecto teatral bien entendido, como es el sonido de la campana de los cristianos, aprovechado para inflamar los ánimos por Aben-Humeya en la cueva. Empero ¡bueno fuera que autor de tanto ingenio no hubiera acertado a producir en todo un largo drama cosa alguna que de alabar fuese!

Después de lo que llevamos expuesto, fácil es conocer que no creemos que Aben-Humeya dé gloria alguna a su autor. Felizmente tiene obras que le han colocado ya en un puesto muy distinguido; y nosotros, por su gloria misma, no quisiéramos que le hubiese dado la importancia de escribirlo de nuevo en castellano, una vez que ya en francés había salido flojillo, como el santo de Zamora, cuya historia tenemos contada en uno de nuestros antiguos artículos. Porque no faltará malicioso que a propósito de eso recuerde el soneto célebre contra una composición escrita por Lope en cuatro lenguas, que empieza:

Hermano Lope, bórrame el sone-
de versos de Ariosto y Garcila...


y concluye:

Y en cuatro lenguas no me escribas co-
que supuesto que dices boberi-
te vendrán a entender cuatro nacio-


No seremos nosotros los que hagamos tal aplicación, si bien por otra parte, ¿quién pudiera darse por ofendido de participar de las vicisitudes de Lope?

Hase puesto en escena Aben-Humeya con un esmero digno de mejor drama, y no han contribuido poco a entretener a los espectadores el país nevado, el órgano, los villancicos, la cueva, los muchos moros que andaban por aquellas sierras, el palacio y el negro improvisados de Aben-Humeya, y el nuevo telón de intermedios, presentado con tanta coquetería y tan buenos efectos de luz.

Por esta vez la empresa merece los mayores elogios, y no se los queremos escasear. No ha sido tan buena la representación, si se exceptúa al señor Latorre. Romea mayor no ha entendido el papel, y le ha hecho sin dignidad ni color; mucho sentimos dar este disgusto a un actor que tan frecuentemente se hace acreedor a nuestros elogios. Y reasumiendo nuestra opinión, concluiremos diciendo que al acabarse la función sale uno todavía con deseos de drama, a cuyo propósito contaremos al autor, si nos lo permite, una anécdota que nos hizo reír la primera vez que la oímos.

Un periodista francés, hombre de mérito y buen gusto, andaba perseguido por un conocido suyo, que estaba empeñado en llevarlo a comer a su casa. Era el periodista gastrónomo además, y no hubo de parecérselo tanto el obsequioso anfitrión. Rehuía, pues, cuanto le era posible prestarse al ofrecimiento; escapósele empero un día decir que se iba a comer a la fonda, delante del otro, que andaba acechando siempre una ocasión semejante. Fue forzoso pagar la imprudencia y condescender aquel día. No se había engañado el periodista, y la comida fue reducida como las esperanzas. Toda ella se volvió platos de adorno, mudanzas de cubiertos, entremeses y ramilletes. Acabada que fue, quiso el anfitrión dar a su huésped una prueba de su buena voluntad, y díjole levantándose: «Ya sabe usted la hora a que se come en casa y lo que se come; cuando usted guste podemos repetir este buen rato». A lo cual respondió sentándose de nuevo el desgraciado que se sentía vacío: «¡Oh amigo mío, pues entonces, si a usted le parece, puede usted disponer que se repita ahora mismo!».


  1. Se refiere al poeta y dramaturgo español Francisco Martínez de la Rosa