A todo honor/Capítulo VIII

A todo honor (1909)
de Felipe Trigo
Capítulo VIII

Capítulo VIII

Suspendida la morfina, desde el nuevo día, recobró el herido su dominio mental, completamente. La fiebre manteníase alrededor de 38 grados, con leve alza; y en la tos apenas el pañuelo se manchaba de alguna estría sanguinolenta.

Esta sangre hacíale a Inés un agudo efecto, como si con ella echase el joven el alma por los labios. Pensaba en lo mal que le había pagado la suerte su bello agrado inofensivo de oírla cantar, y la compasión se le extendía en una cariñosa gratitud.

No era otro su papel, y desde bien de mañana se habla instalado en la alcoba por hacerle compañía a doña Fernanda. Seguía la prohibición de hablar, para el herido, y yacía el cuarto en el silencio. La monja daba cabezadas, por el velatorio de la noche. La madre resistíase, rezando, a la fatiga. Solo Luis e Inés-María, desde lecho a la butaca, constituían el uno para el otro esa especie de preocupación cortés y embarazosa que establece siempre entre dos extraños una forzada y larga y muda intimidad.

Inés se explicaba bien que este embarazo, mezclado de curiosidad, afectase aún más al pobre joven que había puesto en riesgo su existencia por una mujer desconocida que le presentaban al fin inesperadamente junto al lecho de martirio. Se lo explicaba por la misma inversa curiosidad que ella sentía hacia él -aun no habiendo mediano previo afecto alguno entre los dos.

Por esto, si ya no fuese más que demás la simple y mutua invitación a examinarse como tales dos desconocidos, ella advertía que contra toda voluntad sus ojos iban hacia él; y como él entonces retiraba los suyos, uno y otro, en conclusión, acabaron por escalonar con alternativos disimulos sus miradas... Cuando ella la tenía en el suelo, se daba cuenta de que Luis la estaba fijo contemplando, mucho tiempo, mucho tiempo... con el involuntario abandono de quien está condenado inmóvil en un lecho y sin más cosa que hacer; y cuando al fin la contemplada no podía resistir a su afán de saber si aún el joven la seguiría mirando; alzaba rápida la vista y le llenaba y se llenaban de turbación en la sorpresa; él parpadeaba, entonces, dirigiendo al techo las pupilas; y ella, que también había huido las suyas por lo pronto, volvía después a mirarle, a contemplarle... cierta de que en un rato podía complacer su curiosidad de modo impune.

Así había ido confirmando que Luis era un hombre de una blanca y rubia juvenil belleza penetrante, y de una faz llena de nobleza y de dulzura.

Así, Luis también, había ido comprobando que era Inés una morena-blanca mujer de pelo negro y de boca breve y labios encendidos; de cara y de pecho llenos de armonía, como su voz y como el canto aquel que le había escuchado por las noches...; de talle esbelto, y de una fina y elástica morbidez por todo lo demás de la poderosa estatua que el traje de moda ceñíala en la cadera igual que un pantalón.

Y puesto que la sensación de estar siendo contemplado inquietaba al joven a su vez, era él quien de pronto sorprendíala... -y era Inés quien quedábase entonces en martirio, sufriendo con la dudosa voluntad de no alzar más la vista de la alfombra, y recordando que en la noche entera habíale sido imposible conciliar el sueño, allá en su alcoba, si no fue en unas horas del amanecer, durante las que la atormentó una verdadera pesadilla de espadas, de muertos, de... este Luis mirándola con una terrible inexpresión serena desde la azul eternidad.

Sufría, sufría profundamente Inés. Como una salvación, alegrábanla los brevísimos minutos que, de tiempo en tiempo, cortaban el reposo para darle al herido pequeñas porciones de caldo o cucharadas de champaña. Una o dos de estas ocasiones las aprovechó para salir, pretextando su precisa vigilancia en la cocina. Pero alargaba su ausencia lo posible, y volvía a la habitación..., temerosa de hacerle a doña Fernanda sospechar fatiga por estarla acompañando.

¡Ah, sí! ¡El deber se lo mandaba! Tenía razón Julián cuando la dijo que habría que tratar al herido y a su madre a todo honor!

A las once, don Tomás, que habla salido a tomar el aire por la finca, pulsó a Luis y le puso el termómetro -38 grados y 3 décimas. -Consentíale al paciente apenas las respuestas, e insistió absoluto en su orden de silencio. Para menos quebrantarla, por su parte, volvió a salir.

A las cuatro, después que comieron él y doña Fernanda e Inés, dejando en guardiana a la monja, don Tomás deploró, para la cura de la herida, la falta del capitán y de Inchausti, que habíanle ayudado en los pasados días si no estaban los otros compañeros.

En efecto, según él allí fuera iba apercibiéndolo, vio Inés la complicación y la abundancia del material que había que remover: pinzas, tijeras, estufas, estiletes, gasas, jofainas quemadas con alcohol para el sublimado y para el agua... La monja encargábase de las toallas y de todo lo pertinente al lavatorio; pero D.ª Fernanda, incapaz de ver siquiera este cruento instrumental, y mucho menos la herida, refugiábase en la sala mientras curaban al hijo.

Tuvo Inés, por lo pronto, pues, que ayudar a la desinfección de aquellos aparatos, según las indicaciones del doctor; y advirtiendo éste lo diestra que era, y aun lo valerosa, con sólo atreverse a tocar estos níqueles y aceros que suelen desmayar a las damas, osó requerirla también para el cambio del vendaje. Cedió Inés, sacando fuerzas de flaqueza ante lo que parecía una necesaria caridad, y pasó tras el doctor.

La monja ya tenía dispuestos en la alcoba, sobre una mesa pulcramente ensabanada, los paquetes de algodón, las vendas y las esponjas y soluciones antisépticas. La misión de Inés consistía en tener a mano la bandeja de instrumentos. Una criada, en la puerta, utilizábase para ir y venir con garrafas de agua caliente a la cocina.

Temblaba un poco, Inés-María, a espaldas de la monja y del médico, y mientras éstos procedían a incorporar a Luis. Vio, con un poco de alarma, que empezaron por sacarle la camisa. Entre las vueltas de gasa, había quedado desmida la blancura de sus brazos y sus hombros. Ella se ruborizó ligeramente; mas pensó que el espectáculo tenía más de triste que de impúdico, si no le ponían sus ojos la impudicia, y le ofreció al doctor las tijeras, al notar que las pedía.

El doctor, con el fin, sin duda, de ahorrarle peligrosos movimientos al herido, cortó por ambos costados el vendaje. Primero retiró el fragmento que quedaba a las espaldas. Luego, con suma lentitud, por si se hubiese pegado el apósito, procedió a levantar la parte delantera. Le echaba chorros de sublimado caliente, con la esponja..., y la turbada Inés, pálida y muy atenta, esperaba en una emoción vivísima de espanto la visión del horrible destrozo causado por la espada. Era el momento formidable de su prueba...; y cuando las vendas, con una ligera mancha roja, dejaron el pecho descubierto, recibió un asombro de consuelo...

Pequeñísima la herida. Una especie de postilla la cerraba. ¿Cómo podía encontrarse grave un hombre por cosa tan pequeña?

Sino que la tal postilla no era más que el tapón de gasas metidas a estilete, y tornó Inés a asustarse viendo cómo el doctor sacaba con las pinzas al pie de medio metro.

Ahora no sabía si Luis estaba atravesado. Y la herida, roja y limpia, abierta en la rosada albura de la carne, tan cerca del corazón, hacíale a Inés el efecto de una siniestra hendidura por donde se escaparía la vida, a pesar de las esperanzas de los médicos.

Sin ojos más que para aquel estrecho y profundo agujero de la muerte, los llevó después al semblante del que estaría sufriendo la cura aterrado y resignado...; y tuvo otra sorpresa. El joven, completamente sereno, sonreía..., sonreía de haber estado viéndola el espanto. Desde entonces, la idea macabra huyó de Inés. Aquella faz correspondía mejor a una juventud llena de esperanza y alegría. La herida dejó de ser un algo horrible por sí mismo, convirtiéndose en un no se supiese qué poéticamente galantesco y doloroso en mitad del pecho fuerte y blanco.

¡Sí, sí... impresión de juventud, de humanidad!... e intensa de tal modo, que Inés volvió a sentir en su rostro los rubores... Trataba de no ser vista por Luis, esquivada tras la monja, y miraba a cualquier parte. La desnudez del joven, por culpa del lavado que recogíase en unas telas de cauchú, llegaba casi a la cintura.

Necesitó ella repetirse que la obligaba la piedad..., a este espectáculo. Pero ni la piedad la impedía seguir adivinando aquella herida novelescamente interesante sobre el mismo corazón, sobre el pecho juvenil, ni la piedad y la voluntad eran capaces de evitarle, ante este bello busto desnudo, el recuerdo del negro y peloso cuerpo de Julián. El temor de ser comprendida por Luis en tales impresiones, dábale vergüenza.

Se acabó la cura.

Inés salió. No volvió en el resto de la tarde al dormitorio.

Encerrada en el suyo, y mirando las lejanas sierras, había estado meditando seriamente si volverse a la ciudad. Pero... ¿por qué? ¿por cuál motivo?... ¿Con cual pretexto, al menos, si el motivo fuese para... todo el mundo inconfesable?... Inconfesable... para Julián y para ella misma, de puro complejo y sutil... En su grande turbación de conciencia, no había querido analizarlo. ¡Nada!.. ¡Algo que la impulsaba a correr, a escapar...; pero reducido, en suma, si lo depurase, a un escrúpulo de su honradez instintiva... o a una simple e histérica fantasía fugaz de la lectora de novelas!

¡Nada!

La presencia de la noble madre, al cenar, le bastó a fortificar sus honestidades hasta en esta secreta intimidad del pensamiento.

Fue al cuarto del herido, y creyó notarle una mirada de tierna gratitud por el susto de ella de la tarde. Además, el médico había encontrado tan avanzada la cicatrización visceral, que levantó para Luis un poco sus rigores del silencio.

-¡Mamá, esta señora es más valiente que tú! -dijo Luis en cuanto Inés se hubo sentado.

-¡Oh, doña Inés! ¡muy valiente! -certificó la religiosa.

-Sí, sí -insistió gentil el joven-, muy valiente doña Inés!

-¡Bah! -intervino la aludida-, no crea usted que he hecho nada, señora, más que tener una bandeja. Su hijo de usted..., usted sí que ha sufrido la locura sin quejarse, don Luis!

La madre, contenta por la novedad de mejoría, pidió:

-¡No llame usted don Luis a este niño, por Dios!

-¡No, no me llame usted don Luis, señora! ¡Me hace viejo!

Era un juego de cortesías y afabilidades, e Inés correspondió:

-Bien, pues no me llame usted tampoco doña Inés... ¡me hace vieja!

Le pesó inmediatamente tal jovialidad. Con ella... (y resultaba tal vez) no se había propuesto para el joven ingeniero la menor coquetería. Por suerte, él, no la tomó así, puesto que volviendo a las impresiones de la tarde, dijo:

-Sin embargo, usted, Inés, llegó a creerse que la herida era de honda todo lo largo de la cinta. ¡Nada en total! ¡Ya vio usted lo que entraba el estilete!

-Sí, ya observé después que es que le entran tupida la gasa.

La conversación siguió dispersa en naderías, por breve rato. Luego quiso Luis que le dejaran un periódico, puesto que le prohibían su madre y el doctor que hablase más, y resultó que la posición de sostenerlo le era incómoda. El doctor quiso entonces leer en alta voz, y no veía; a doña Fernanda le pasaba igual. Inés tomó a su cargo la lectura.

Cuando ella se acostó esta noche, tardó en dormirse. Luego soñó con la herida de Luis, abierta como las de Cristo en una cruz; y el ensueño se lo presentaba otras veces con una espada clavada hasta la empuñadura sobre el corazón, lo mismo que las Dolorosas..., a pesar de lo cual, él sonreíala. De madrugada la hizo despertar el estar soñando que ella, leyéndole, leyéndole el periódico, se había dormido contra sus mismas almohadas... y que él la daba un beso... delante del doctor, delante de la monja, que no lo extrañaban lo más mínimo, delante de doña Fernanda, también, que lejos de alarmarse, les decía que se tratasen como niños...

Saltó del lecho, y se refugió en el recuerdo honrado de Julián.

Púsose a escribirle y a mentirle honradamente; -en una angustia, en un clamor, en un temor de no sabía ella, ni quería saberlo, qué miedos fantásticos y absurdos:

«...anoche, doña Fernanda, me preguntó con insistencia por ti. Le extraña mucho que no vengas, aun teniendo ocupaciones, y creo que debes venir para que la cumplimentemos los dos juntos. Claro es que todos le ocultamos el suceso y que ella cree de buena fe lo de su hijo accidente casual; pero, por lo mismo, duda de tu cortesía, al no verte por aquí, y pudiera atribuirla a falta de gusto en hacer con ellos lo que hacemos. Vente, pues. Te espero hoy mismo...»

Por la tarde trajo el criado la respuesta:

«Querida Inés; tienes razón; pero te confieso que el miedo a ser descubierto haríame estar intranquilo al pie de esa señora, y que prefiero no verla hasta que previamente, allá en Madrid, pueda tener a solas con su hijo la primera entrevista de reconciliación y de amistad.

No obstante, digo que tienes razón; y a fin de justificar mi ausencia, tranquilo ya como me iré por la buena marcha del herido, y para que puedan continuar ahí sin la extrañeza de no verme, he pensado que lo mejor es ausentarme por una temporada de este pueblo. Cuando recibas ésta, estaré en el tren, camino de Madrid. Díselo a doña Fernanda, y añádele que allí me llevan mis asuntos. En lo cual no mentirás, porque sabes que nunca me faltan cosas de ventas de ganados y de arriendos por la Corte.

Por lo demás, no consientas en modo alguno que doña Fernanda y su hijo apresuren su partida por creer que nos molestan. Deben estarse ahí, no sólo hasta que el chico se cure, sino hasta que termine su convalecencia. Para esto, nada como el campo. Y ya sabes que en este caso la galantería constituye para mi un compromiso de honor».

Inés, leyendo la carta, sufrió un desfallecimiento de raras cobardías.

De puro tanta, reaccionó.

Ella no sabía, en rigor, por qué llamaba a su marido. No tenía por qué necesitar... por qué querer defensas. Con... este Luis, no la unía nada reprochable..., ni por parte de él, ni por parte de ella... en quitando aquellas locuras de los sueños, que no podía evitar su voluntad perdida de dormida, y que asaltábanla, indudablemente, por esta especie de extraña novela viva en que habíale puesto el desafío.

Hoy, por ejemplo, a pesar de haberle hablado a solas, no le escuchó ni una sola frase que pudiese rechazar su dignidad. Era que, reglamentando el sueño de la pobre madre, habíala obligado por vez primera a acostarse. Quedaron ella y la monja con el joven. Pero también la monja se durmió profundamente en su butaca, y conversaron los dos. Luis, como era natural, y con el noble objeto de mostrar hacia Julián su relativa gratitud, quiso darse ante la esposa, en esta primera ocasión que tenían de confidencia, por enterado de quién era ella y de quién era esta casa y a quiénes tenían su madre y el qué deber tantas atenciones. Luego, siendo también naturalísimo, insistió en justificarse con respecto a su pasión por la música, que constituyó el único motivo que hubo de llevarle en aquellas noches al hotel. Y finalmente, habían charlado de que era Inés, en efecto, la que tocaba y cantaba detrás de los balcones... y de músicas y óperas.

¡Y ni una palabra ni una intención siquiera reprochables!

¿Qué temía Inés, entonces, de un hombre tan correcto... ni de ella propia que en todo caso sobraría para contener cualquiera incorrección, aún no estando entre los dos doña Fernanda?

Reflexionó, y vio que lo único que le sostenía su alarma era la preocupación de lo que pudieran pensar las gentes... de lo que pudieran seguir pensando todos los demás acerca de la situación excepcional en que habíala puesto un desafío efectuado al fin y al cabo por... ella.

¡Sí, sí, éste por ella formaba toda su obsesión junto al bello y joven ingeniero que tenía cruzado el pecho por la hoja de una espada!