Áyax (Alemany y Bolufer tr.)

ÁYAX


PERSONAJES DE LA TRAGEDIA

Minerva.
Ulises.
Áyax.
Tecmesa.
Un Mensajero.

Teucro.
Menelao.
Agamemnón.
Coro de Marineros de
Salamina.

PERSONAJES MUDOS

Un pedagogo (o criado
encargado de acompañar
a un niño pequeño).

Eurisaces.
Un Heraldo del Ejército.

Minerva.—Siempre, ¡oh hijo de Laertes!, te veo deseoso de llevar a cabo alguna empresa en contra de tus enemigós; y ahora mismo te estoy viendo en las tiendas de Áyax, donde está la última fila de las naves aqueas, buscando y escudriñando las últimas pisadas de aquél, para saber si está o no dentro de la tienda. Bien te dirige, como si de perra lacedemonia fuera, el husmo de sus huellas. Dentro está el hombre desde hace un momento, chorreando sudor de su cara y homicidas manos. Ya no tienes, pues, que ver nada dentro de esa tienda, sino exponer la causa que te trae tan afanoso, para que la aprendas de mí, que la sé.

Ulises.—¡Oh Minerva, la más querida por mí de las diosas! ¡Cuán fácil de conocer me es tu voz, aunque seas invisible, y cómo la oigo vibrando en mi corazón, como el eco de la boquiférrea trompeta tirrenia! Bien ahora adivinaste que voy dando vueltas en busca de ese hombre, de mi enemigo Áyax, el del escudo. A él en verdad y no a otro busco hace ya rato; porque esta noche ha perpetrado un crimen inconcebible, si efectivamente ha hecho él estas cosas, pues nosotros nada sabemos, con certeza, sino que dudamos; y yo voluntariamente me impuse este trabajo para averiguar la verdad, pues hace poco encontramos despedazadas y degolladas por alguien todas las bestias, y a los mismos pastores. Todo el mundo le imputa este hecho; y a mi me lo acaba de decir y exponer un espia que le vió yendo solo por el campamento con la espada recién teñida en sangre. Yo, sin perder tiempo, voy persiguiendo sus huellas; distingo bien unas, pero me que de perplejo ante otras y no sé cómo averiguar la verdad. Llegas, pues, a tiempo; que yo en todo, antes y ahora, me dejo siempre gobernar de tu mano.

Minerva.— Lo sé, Ulises, y como celoso guardián me puse en camino para ayudarte en tu investigación.

Ulises.— ¿Acaso, querida reina, con oportunidad he emprendido este trabajo?

Minerva.— Como que de ese hombre son estos hechos.

Ulises.— ¿Y qué locura le impulsó a poner manos en tal obra?

Minerva.— La cólera que le apesadumbró por la adjudicación de las armas de Aquiles.

Ulises.— ¿Y cómo se lanzó sobre los rebaños de ovejas?

Minerva.— Creyendo que mojaba su mano en vues tra sangre.

Ulises.— ¿De modo que su intención era matar a los argivos?

Minerva.— Y lo hubiera hecho, si me descuido yo.

Ulises.— ¿Y con qué audacia y osadía se determinó?

Minerva.— Calladamente se lanzó de noche solo contra vosotros.

Ulises.— ¿Y llegó a acercarse y ponerse a punto de realizar su intento?

Minerva.— Como que estuvo en ambas puertas del campamento.

Ulises.— ¿Y cómo contuvo su mano, ansiosa de matar?

Minerva.— Yo le aparté can falsas imágenes que le eché en los ojos, y lo lancé sobre los rebaños y demás bestias que, mezcladas y no repartidas todavía, estaban al cuidado de los pastores: cayó sobre ellas, haciendo horrible matanza en los cornudos carneros, que rajaba a diestra y siniestra. Ya creia que degollaba con su propia mano a los dos atridas, ya que hundía su espada, en otros jefes del ejército. Y al hombre, que se revolvía en su morbosa locura, le incitaba yo, y lo lancé en las redes de la desgracia. Luego, cuando cesó de matar, atando con cuerdas a los bueyes y demás bestias que quedaban vivas, se los llevó a casa, creyendo que conducia hombres y no un tropel de bestias, a las que en estos momentos, atadas dentro en la tienda, está mal tratando. Voy á mostrarte esta célebre locura para que, en viéndola, la refieras a todos los argivos. Espera con buen ánimo; no temas daño ninguno de este hombre; que yo, desviando de sus ojos los rayos de luz, le impido que vea tu cara. —¡Ce! ¡Tú que las manos a los cautivos con lazos tras de las espaldas les has atado!, te llamo para que salgas. A Áyax digo: sal aqui fuera de la tienda.

Ulises.— ¿Qué haces, Minerva? No le llames fuera.

Minerva.— ¿No callarás y esperarás sin miedo?

Ulises.— No, por los dioses; me basta.con que esté dentro.

Minerva.— ¿Por qué? ¿Antes no era ese hombre...?

Ulises.— Enemigo mio, y ahora también.

Minerva.— ¿Y no es risa dulcisima el reirse de los enemigos?

Ulises.— A mi, en verdad, me basta que esté dentro de la tienda.

Minerva.— ¿Es que temes ver delante de ti a un hombre loco?

Ulises.— Si estuviera cuerdo, ningún miedo le tendría.

Minerva.— Pero si es que ahora no te ha de ver, aunque te pongas delante.

Ulises.— ¿Cómo no, si ve con sus propios ojos?

Minerva.— Yo se los cegaré para que no te vea.

Ulises.— Todo puede suceder si lo hace un dios.

Minerva. – Mantente, pues, en silencio tal como ahora estás.

Ulises.— Me mantendré; pero quisiera no hallarme en esta situación.

Minerva.— ¡Oh, tủ, Áyax!, te llamo por segunda vez. ¿Por qué haces tan poco caso de tu aliada?

Áyax.— Salve, Minerva; salve, hija de Júpiter. ¡Cuán a propósito llegas! Con estos despojos, que convertiré en oro, te dedicaré una corona en agradecimiento por este botín.

Minerva.— Muy bien has dicho. Pero dime, çmojaste bien tu espada en la sangre de los argivos?

Áyax.— Aquí tienes la prueba de ello; no niego el haberlo hecho.

Minerva.— ¿Y descargaste tu brazo sobre los atridas?

Áyax.— De tal modo que ya no injuriarán más a Áyax.

Minerva.— ¿Han muerto los caudillos, según infiero, de lo que dices?

Áyax.— Y muertos ya, que me arrebaten las armas.

Minerva.— Está bien. ¿Y qué ha sido del hijo de Laertes? ¿Qué suerte ha corrido? ¿Se te ha escapado?

Áyax.— ¿Me preguntas por la suerte de ese astuto zorro?

Minerva.— Si; por Ulises, tu competidor, te pregunto.

Áyax.— Es el prisionero que con más gusto tengo atado en la tienda, ¡oh reina!, pues matarlo no quiero aún.

Minerva.— ¿Qụé esperas hacer de él, o qué más deseas lograr?

Áyax.— Atado a la columna de la tienda...

Minerva.— ¿Qué tormento quieres dar al desdichado?

Áyax.— Hacer que con el látigo, tintas en sangre sus espaldas muestre.

Minerva.— No maltrates al desdichado de manera tan cruel.

Áyax.— Permite, Minerva; que yo en todo lo demás te obedezco. Ése sufrirá este castigo y no otro.

Minerva.— Ya que tal gusto tienes en ello, manos a la obra; no dejes por hacer nada de cuanto deseas.

Áyax.— Voy, pues, a ello; te obedezco para que me ayudes con tu valiosa cooperación.

Minerva.— ¿Ves, Ulises, el poder de los dioses cuán grande es? ¿Viste jamás hombre alguno que fuera más sensato que éste, o mejor dispuesto a obrar conforme a las circunstancias?

Ulises.— En verdad que no he conocido a ninguno; no obstante, le compadezco en su desgracia, aunque sea mi enemigo, al verlo envuelto en tan calamitosa situación, y considerar no tanto su suerte, sino la mia. Veo, pues, que nada somos cuantos vivimos, sino apariencias y sombras vanas.

Minerva.— Considerando, pues, todo esto, no profieras nunca palabra orgullosa contra los dioses, ni dejes que te hinche la soberbia, aun cuando aventajes a los demás en el vigor de tu brazo o en opulenta riqueza. Como nace el día y desaparece, asi todo lo humano. Los dioses aman al hombre sensato y odian a los soberbios.

Coro.— ¡Hijo de Telamón, señor del suelo de la isla de Salamina, besada por las olas!, yo me alegro cuando sé que eres dichoso; pero cuando el rayo de Júpiter, o vehemente y maléfico rumor de los dánaos cae sobre ti, me entristezco sobremanera y me amilano como alígera paloma. Asi, durante la noche que acaba de fenecer, han llegado a mis oidos graves rumores de tu des-, honra: se dice que tú, llevado de insano deseo, has invadido el prado en que pacen las yeguas, y destrozado los ganados de los dánaos; y a las bestias, que apresadas por su lanza quedaban aún por repartir, has dado muerte con tu refulgente espada. Tales cuentos se susurran, inventados por Ulises, que los va transmitiendo de oido en oido, y a todo el mundo persuade. Dice, pues, de ti cosas fáciles de creer; y todo el que se las oye se alegra más al oírlas, insultándote en tu dolor; pues cuando uno se lanza a la calumnia de almas grandes, no deja de alcanzar su objeto. Mas si alguien dijera de mí tales cosas, a nadie persuadiria; porque sólo contra el mérito se arrastra la envidia. Y, sin embargo, los pequeños sin los grandes son débil defensa de una fortaleza; sólo con los grandes el pequeño podrá fácilmente elevarse muy alto, aunque le ayuden otros más pequeños; pero no es posible que los necios aprendan de esto lecciones de prudencia. Tales son los hombres que en lenguas te llevan, y nosotros no les podemos contradecir, estando tú ausente, ¡oh rey! Pero cuando huyan cobardemente de tu presencia, chillarán como bandadas de grajos; y como te temen, como a gran buitre, pronto, llenos de espanto, al punto que aparezcas, silenciosos enmudecerán de terror.

¿Acaso Diana, hija de Júpiter, en honor de la cual se sacrifican toros —¡oh rumor horrible, padre de mi infamia!—, te lanzó sobre los rebaños de bueyes, aún no repartidos, ya por no haberle ofrecido los honores de alguna victoria, o por no haberle cumplido las promesas de ilustres despojos, o de alguna cerval cacería? ¿Será que Marte, de férreo pecho, teniendo algún agravio contra tu justa lanza, vengó su ultraje con nocturnas maquinaciones? Pues jamás en tu cabal sentido te hubieras ido tan siniestramente, ¡oh hijo de Telamón!, a caer sobre los rebaños. ¿Podrá ser ataque de enfermedad divina? ¡Librete Júpiter de ella, y Febo de la ignominia de los argivos! Pero si es que furtivamente esparcen tu.calumnia los poderosos reyes o alguien de la detestable descendencia de Sisifo, no, no, ¡oh rey!, permanezcas asi ocioso en las marinas tiendas aceptando esos infamantes rumores; sino sal de ese retiro, donde permaneces en ese largo y agitado reposo dando pábulo a la calamidad que te viene del cielo. Pues la insolencia de los enemigos avanza sin miedo como por canales con buen viento, mientras todos mofándose de ti, te insultan amargamente, y a mí me oprime el dolor.

Tecmesa.— ¡Ayudantes de la nave de Áyax, descendientes de los indigenas erectidas!, llanto tenemos cuantos nos interesamos por la lejana casa del ausente Telamón; porque ahora mismo el terrible, esforzado y valeroso Áyax yace enfermo en trance desesperado.

Coro.— ¿En qué calamidad ha cambiado esta noche nuestra bienandanza? Habla, hija del frigio Teleutante, ya que el impetuoso Áyax, después de hacerte cautiva, te tiene para que le alegres el lecho: de modo que puedes hablar, bien enterada de todo.

Tecmesa.-- ¿Cómo he de decir lo indecible? Te enterarás, pues, de una desgracia que es como la muerte, ya que atacado de furiosa mania mi inclito Áyax, se ha cubierto de oprobio durante la noche. Tales cosas puedes ver dentro de la tienda: cuerpos bañados en sangre, degollados y despedazados; victimas todos de la mano de tal hombre.

Coro.-- ¡Cuán clara me das la noticia insufrible y real que del valeroso caudillo proclaman los jefes dánaos y aumenta la pública maledicencia! ¡Ay de mi! Temo lo que se me viene encima. Morirá el celeberrimo varón, después de matar con furibunda mano, armada de horrenda espada, a las bestias y pastores que las guardaban.

Tecmesa.-- ¡Ay!, de allí, de alli me vino con las bestias atadas como cautivos. Degolló algunas sobre el suelo; otras, cortándolas por medio, las partió en dos pedazos. Dejó aparte dos carneros de blancos pies: le cortó a uno la lengua y la cabeza, que arrojó en se guida; al otro, que ató derecho a lo alto de la columna, con la gran correa de las riendas en forma de doble y rechinante azote, le está zurrando e insultando con palabras tan soeces, que un demonio y no hombre alguno le enseñó.

Coro.-- Hora es ya de que uno, la cabeza con un velo ocultando, con los pies a huir empiece; o de que en el ligero banco sentado, remando se lance con la nave que pasa el mar. Tales son las amenazas que contra nosotros lanzan los dos poderosos atridas. Temo morir lapidado, sufriendo los golpes con éste a quien implacable destino oprime.

Tecmesa.— Ahora no; pues como se calma el impetuoso Noto después de bramar con furia, cuando cesan los brillantes relámpagos, asi ahora él, vuelto en su sentido, tiene una nueva pena; pues el ver sus propios males, de quienes él sólo es autor, grandes dolores le produce.

Coro.— Pues si éstá tranquilo, ciertamente que áuguro buena suerte; porque si desaparece ya el mal, no es tanta su importancia.

Tecmesa.— Si te dieran a elegir, ¿qué escogerías? ¿Acaso llorar mientras vieras gozando a los amigos, o condolerte sufriendo con ellos la desgracia común?

Coro.— Las dos cosas, ¡oh mujer!, son un mal grave.

Tecmesa.— Pues yo, sin sufrir el mal, estoy sumida en la aflicción.

Coro.— ¿Cómo dices eso? No entiendo lo que quieres decir.

Tecmesa.— Este hombre, mientras se encontraba loco, gozaba en medio de su desgracia, llenando de aflicción a los que estábamos cabales. Mas ahora, desde que cesó la locura y se vió aliviado de la enfermedad, está todo él transido de agudos dolores, y yo, no menos que antes. ¿No es esto doble desgracia en vez de sencilla?

Coro. – Convengo contigo, y temo que este golpe venga de algún dios. ¿Cómo no, si libre de la enfermedad, no se siente más gozoso que cuando la sufria?

Tecmesa.— Pues tal es lo que sucede y conviene que lo sepas.

Coro.— ¿Cuál fué la causa, origen de la desgracia? Dinoslo, ya que nos condolemos de tu suerte.

Tecmesa.— Vas a saber todo lo sucedido, como inte resado que estás en ello. En la última parte de la noche, cuando los astros vespertinos ya no brillaban, empuñando la espada de dos filos, se puso el hombre rabioso como una fiera, deseando lanzarse a las solitarias calles. Yo me asusté, y le dije: «¿Qué haces, Áyax? ¿Qué empresa vas a acometer a deshora, sin haber venido a llamarte ningún mensajero ni oir trompeta alguna? Hora es ésta en que todo el ejército duerme. » Pocas palabras me contestó, pero dignas de ser celebradas: « Mujer, en las mujeres, el silencio adorno es» Yo, que lo sabia, callé, y él se salió solo. No puedo decir lo que fuera sucedió, sino que regresó luego y entró en la tienda, llevando juntamente atados toros, perros del rebaño y todo el botín de velludas bestias. Y lanzándose sobre ellas, a unas les cortó el cuello; a otras, levantándoles la cabeza, las degolló y abrió en canal; ató a otras e insultó como si fueran hombres. Finalmente, echándose fuera de la tienda, empezó a hablar con un fantasma, vomitando denuestos, unos contra los atridas y otros contra Ulises, acompañados de grandes carcajadas, según era la insolencia que en ellos acababa de castigar. Entrando de nuevo en la tienda y recobrado a duras penas el sentido después de algún tiempo, se sentó. Pero asi que vió la estancia llena de sus atrocidades, empezó a llorar golpeándose la cabeza; y cayendo sobre los destrozos de los cadáveres de la ovejuna matanza, se sentó, arrancándose desesperadamente con las uñas los cabellos. Asi estuvo largo rato sin hablar. Luego empezó a proferir contra mi terribles amenazas, si no le manifestaba todo lo que le había sucedido, y me preguntó el estado en que se hallaba el asunto. Yo, amigos, temblorosa de lo ocurrido, le declaré todo cuanto sabia; y él, en seguida, prorrumpió en tristes lamentaciones, cuales jamás hasta entonces le habia oído yo; pues siempre decia que tales lamentos eran propios de cobardes y de gente de alma vil; porque él, sin que se le oyeran agudos gemidos, se lamentaba siempre como un toro cuando bramà. Pero ahora, sumido en tan deplorable suerte, está sin comer y sin beber, sentado tranquilamente asi como cayó, en medio de las bestias destrotrozadas por el hierro. Y es evidente que está deseoso de perpetrar algo malo, según las cosas que dice y lamentos que exhala. Pero, amigos, puesto que para enteraros, de esto me llamasteis, entrad en la tienda y ayudadme si es que podéis; porque hombres como éste se dejan vencer por las razones de los amigos.

Coro.— Tecmesa, hija de Teleutante, triste noticia nos das al decir que el hombre está aterrorizado de los actos que ha cometido.

Áyax.— ¡Ay de mi! ¡Ay de mi!

Tecmesa.— Y mucho, a lo que parece. ¿No ois en qué lamentaciones prorrumpe Áyax?

Áyax.— ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!

Coro.— Parece que el hombre o está loco, o se aflige al verse entre los testimonios presentes de su anterior locura.

Áyax.— ¡Nene! ¡Nene!

Tecmesa.— ¡Desdichada de mi! Eurisaces, te llama el padre. ¿Qué querrá? ¿Dónde estás? ¡Pobre de mi!

Áyax.— A Teucro llamo. ¿Dónde está Teucro? Estará todo el dia pillando por ahí, mientras yo me estoy aniquilando.

Coro.— Parece que el hombre está cuerdo. Abre, pues. Tal vez al vernos en su presencia le imponga nuestro respeto.

Tecmesa.— Ya tenéis abierto y podéis ver las hazañas del mismo y el estado en que se encuentra.

Áyax.— ¡Ay, queridos marineros, únicos entre mis amigos!, vosotros solos sois los que perseveráis fieles a la ley de la amistad. ¡Mirad qué ola de ensangrentado mar me rodea y empuja por todas partes!

Coro.— ¡Ay de mi! ¡Cómo, por lo que se ve, lo estás atestiguando de manera indubitable! Sus hechos y él mismo manifiestan cuán demente está.

Áyax.— ¡Oh gente auxiliar del arte naval, que vinisteis agitando los remos por la llanura del mar!, a vos, sólo a vos, os veo que me asistis en mi desgracia. Pero matadme.

Coro.— Habla piadosamente. No seà que el remedio, añadiendo mal al mal, haga el sufrimiento mayor que la culpa.

Áyax.— ¿Veis al animoso, al valiente, al que permanecia intrépido en las luchas más horribles, cuán tremendamente ha puesto sus manos en inofensivas fieras? ¡Ay del ridículo! ¡Qué vergüenza para mi!

TECMESÁ.—No, dueño mio Áyax, te lo suplico, no digas eso.

Áyax.— ¿Estás aqui dentro? ¿Qué no te vas fuera? ¡Ay, ay, ay, ay!

Tecmesa.— ¡Por los dioses, apaciguate y reflexiona!

Áyax.— ¡Ay infeliz de mi, que me abstuve de des cargar mi mano en los criminales, y cayendo sobre los bueyes de tornátiles pies y los famosos rebaños, derramé su roja sangre!

Tecmesa.— ¿Y por qué has de apenarte por cosas que ya han pasado? Imposible es ya lograr que sean de otra manera.

Áyax.— ¡Ah criminal, instrumento de toda mala acción, hijo de Laertes, zupia inmunda del ejército, cómo te reirás de gusto!

Coro.— Según quiera un dios, todo el mundo rie o llora.

Áyax.— Quisiera verle, aunque tan afligido me hallo. ¡Ay de mi!

Coro.— No hables más. ¿No ves la desgracia en que te encuentras?

Áyax.— ¡Oh Júpiter, padre de mis ascendientes!, ¿cómo podré matar a ese astuto zorro, odiosa escoria, y a los dos reyes, y morir yo en seguida?

Tecmesa.— Si eso deseas, pide que yo también muera contigo. ¿Qué me importa la vida, muerto tu?

Áyax.— ¡Oh abismo, que eres mi luz! ¡Oh resplandecientes tinieblas del infierno! ¡Ojalá me tuvieseis ya habitando entre vosotras! ¡Ojalá me tuvieseis, ojalá! Pues ni de los dioses ni de los mortales hombres, soy ya digno de esperar ningún auxilio. La potente hija de Júpiter me afrenta de la manera más ignominiosa. ¿Dónde podré refugiarme? ¿Adónde que vaya encontraré reposo? Porque si me falta la consideración de los amigos, objeto de mis respetos, y en insensata cacería me he metido, todo el ejército lanzándose sobre mi con insultos y con dardos, me matará.

Tecmesa.— ¡Ay, infeliz de mi! ¡Que un hombre tan valiente diga tales cosas, que antes nunca jamás habría tolerado!

Áyax.— ¡Ay, caminos en que retumba el eco del mar, cavernas de la costa y bosques de estas orillas!, mucho tiempo ya, demasiado tiempo me habéis soportado alre dedor de Troya; pero no me soportaréis más, no, respirando el aura vital. Esto debe decidir todo el que sea sensato. ¡Oh corrientes aguas del vecino Scamandrio, benignas para los aqueos!, no veréis ya más a este hombre, semejante al cual, lo diré solemnemente, no se vió erf Troya a ninguno de los que vinieron de tierra helénica. Y ahora, sin embargo, yazgo aquí, lleno de afrenta.

Coro.— Ni sé si prohibirte que hables, o si te deje hablar. ¡Tanta es la desgracia en que yaces sumido!

Áyax.— ¡Ay, ay! ¡Quién hubiera creido jamás que mi nombre llevara implicito en si el propio de mi desgracia! Ahora, pues, soy dos y tres veces ay: tal es la ignominia en que me hallo. ¡Mi padre, después de haber sobresalido realizando las más brillantes hazañas de la expedición, regresó a su patria desde esta misma tierra cargado de laureles! ¡Y yo, su hijo, habiendo venido al mismo lugar de Troya con no menores energias, y sin haber dejado de realizar con mi propio brazo más relevantes hazañas, muero tan ignominiosamente deshonrado por los argivos! Y sin embargo, creo firmemente que, si vivo Aquiles, hubiera tenido que juzgar él mismo del mérito de cada cual para la adjudicación de sus armas, a nadie las habría dado más que a mí. Pero los atridas se han decidido en favor de un hombre sin escrúpulos, privando del premio a un valiente como yo. Bien que si la visión y torcidas imágenes que me alucinaron no les hubieran puesto fuera del alcance de mi intención, ya nunca jamás habrían tenido que administrar justicia a nadie. Pero la hija de Júpiter, diosa indómita y de horrible aspecto, cuando iba yo a descargar mi mano sobre los mismos, me desvió, infundiéndome rabiosa enfermedad, que me llevó a ensangrentar mis manos en bestias mansas. Ellos, pues, rien ahora, libres ya de mi furor; pero no por mi voluntad, porque si se interpone un dios, puede muy bien el cobarde huir salvo ante el valiente. Y ahora, ¿qué he de hacer, si tan manifiestamente me odian los dioses, me aborrece todo el ejército heleno y abominan de mí toda Troya y todos estos lugares? ¿Me iré a casa a través del piélago Egeo, dejando este campamento y abandonando a los atridas? ¿Pero con qué cara me presentaré ante Telamon, mi padre? ¿Cómo sufrirá mirarme, al verme privado de los premios del valor, de los cuales obtuvo él brillante corona de gloria? Esto no puedo consentirlo. ¿Me iré solo, yo solo, y cayendo sobre los fuertes de Troya, realizarė memorable hazaña que ponga fin a mi vida? Pero esto seria cosa que llenaria de gozo a los atridas. No puede ser. Es preciso decidir alguna empresa con la cual manifieste a mi anciano padre que no tiene en mí un hijo indigno de su corazón. Vergonzoso es que alcance larga vida el hombre que no se esfuerza en salir de la desgracia. ¿Qué placer puede dar un dia que viene tras de otro día sumándoseley agregándosele; que no sea el del morir? Yo en nada puedo estimar al hombre que se alimenta de vanas esperanzas; porque o vivir con gloria o morir heroicamente, es lo que debe hacer el noble. Ya has oído mi resolución.

Coro.— Nadie dirá jamás que hayas hablado hipócritamente, joh Áyax!, sino tal como lo siente tu corazón. Pero tranquilizate y déjate llevar de los amigos que bien te quieren, no pensando más en eso.

Tecmesa.— Áyax, dueño mio, no hay calamidad mayor para los hombres que la esclavitud. Yo naci de padre libre y tan rico cual lo fuera el más poderoso de los frigios, y ahora soy tu esclava: asi lo quisieron los dioses y más aún tu potente brazo. A pesar de todo, desde que llegué a compartir contigo el lecho, te quiero bien; y te suplico por Júpiter del hogar y por el lecho en el que te unes conmigo, que no me pongas en trance de sufrir afrentoso ultraje de parte de tus enemigos, dejándome en la servidumbre de alguien. Ciertamente, pues, si mueres y quedo privada de tu amparo, piensa que desde ese mismo dia, arrebatada violentamente por los argivos, he de arrastrar vida esclava con tu hijo. Y alguno de esos señores, zahiriéndome con sus dicterios, proferirá estas horribles palabras: « Mirad a la concubina de Áyax, el hombre más valiente del ejército, en qué esclavitud ha caido desde su envidiable posición. » Asi dirán, y a mi se me llevará el demonio; y contra ti y contra tu hijo se lanzarán tan injuriosas palabras. Pero ten consideración a tu padre, que queda en achacosa vejez; tenla a tu madre, anciana de muchos años, que tanto ruega a los dioses que te vuelvan sano a casa. Compadécete, ¡oh rey!, de tu hijo, que solo y sin tu amparo, vivirá en su juventud sujeto a tutores sin amor. ¡En qué desgracia, a él y a mi, si mueres, nos dejas! Yo no tengo nadie que me ampare, sino tú. Tú asolaste mi patria con tu lanza, y a mi padre y a mi madre la Parca fatal, privándoles de la vida, les forzó a ser habitantes del infierno. ¿Qué patria podrá adoptarme, privada de ti? ¿Qué fortuna será la mia? En ti está toda mi salvación. Ten, pues, también piedad de mi. Justo es que el hombre agradezca el buen trato que haya recibido, porque el agradecimiento es siempre el que engendra agradecimiento. Quien se olvida del bien que se le haya hecho, no es posible que sea nunca un hombre bien nacido.

Coro.— Quisiera, Áyax, que tu corazón se compadeciera como el mío, porque aplaudirias lo que ésta acaba de decir.

Áyax.— Y en verdad que tendrá mi aplauso, si está pronta a obedecerme en lo único que le he mandado.

Tecmesa.— Pero, querido Áyax, yo te obedeceré en todo.

Áyax.— Trae, pues, a mi hijo para que lo vea.

Tecmesa.— En verdad que por miedo lo saqué de aqui.

Áyax.— ¿Por miedo a mis furores, o por qué?

Tecmesa.— Temiendo que el desdichado hallara la muerte si tropezaba contigo.

Áyax.— Hubiera podido suceder, según era mi locura.

Tecmesa.— Pues yo lo puse en salvo para evitar eso.

Áyax.— Aplaudo tu obra y la previsión que tuviste.

Tecmesa.— ¿En qué otra cosa te puedo servir?

Áyax.— Tráemelo para que le hable y lo vea ante mi.

Tecmesa.— Aqui cerca está, al cuidado de los criados.

Áyax.— ¿Y por qué tarda tanto en venir a mi presencia?

Tecmesa.— Niño, te llama el padre. Tráelo aqui, tú, siervo, que lo llevas de la mano.

Áyax.— ¿Viene ya ese a quien se lo mandas, o no hace caso de tus palabras?

Tecmesa.— Ya está aqui el criado que lo trae.

Áyax.— Trảeļo, venga aqui; que no se asustará de ver esta humeante carnicería, si es digno hijo mío. Conviene que desde niño se eduque en las crueles costumbres de su padre y que le iguale en valentia. ¡Hijo mio, ojalá seas más feliz que tu padre; y en todo lo de más, igual! Asi nunca serás cobarde. Sólo te envidio ahora, porque no te das cuenta de ninguno de estos males; pues en el pensar no está el placer de la vida, (ya que el no pensar es efectivamente un mal sin pena), mientras no llegues a saber lo que es placer y dolor. Pero cuando a esto llegues, necesario es que te presentes ante el enemigo, digno del padre que te ha engendrado; y mientras tanto vegeta en tus inocentes deseos, regocijando tu tierno espiritu, alegria de tu madre. Ninguno de los aqueos, bien lo sé, se atreverá a insultarte con afrentosas injurias, aunque estés lejos de mí. Tal protector dejaré para que te defienda en Teucro, que con diligencia cuidará de tu educación, aunque ahora se halle lejos yendo a caza de enemigos. Así, ¡oh valientes guerreros, gente marinera!, de vosotros espero este favor común: enterad a Teucro de mi mandato, para que llevándose a casa a este hijo mio, se lo presente a Telamón y a mi madre Eribea, para que él sea quien los alimente en la vejez hasta que lleguen a la mansión del dios infernal. Y respecto a mis armas, que ningún jurado las anuncie en público certamen a los aqueos, y menos el autor de mi desgracia, sino que tú, hijo mio Eurisaces, adoptando mi mismo sobrenombre, conserva mi infrangible escudo de siete cueros de buey, envolviéndote en sus bien cosidas telas. Las demás armas, que se entierren conmigo. Ahora toma pronto al niño y cierra la tienda. ¡No llores tan escandalosa mente! ¡Muy amiga eres de llorar, mujer! Cierra pronto. No es propio de sabio médico entonar cantos mágicos ante dolencia que necesita el bisturi.

Coro.— Me asusto al oír tu determinación. No me agrada tu destemplada lengua.

Tecmesa.— ¡Dueño mio Áyax!, ¿qué es lo que pien sas hacer?

Áyax.— No preguntes ni averigües nada. Lo mejor es que seas prudente.

Tecmesa.— ¡Ay, cómo me desespero! Te suplico, por tu hijo y por los dioses, que no nos abandones.

Áyax.— Demasiado me importunas. ¿No sabes que yo con los dioses no tengo ya ninguna obligación?

Tecmesa.— No digas blasfemias.

Áyax.— Habla a quien te haya de obedecer.

Tecmesa.— Pero tú, ¿no me creerás?

Áyax.— De sobra estás charlando ya.

Tecmesa.— Estoy asustada, joh rey!

Áyax.— ¿No la reprimiréis en seguida?

Tecmesa.— ¡Por los dioses, sosiégate!

Áyax.— Necedad es lo que piensas, si crees ahora enmendar mi manera de ser.

Coro.— ¡Ilustre Salamina, que feliz te asientas, be sada por las olas del mar, celebrada siempre por todos! Y yo, infeliz, tiempo hace ya que me hallo esperando en los infructuosos prados del Ida, durante innumerables meses, siempre echado en emboscadas, dejándome consumir por el tiempo, con la amarga esperanza de que el fin que me espera es el aborrecible у horrendo Plutón. ¡Y aqui yace Áyax conmigo, sin esperanza de curación, ¡ay, ay de mi!, preso de divina locura! Áyax, a quien tú enviaste y victorioso salió en los terribles combates, privado ahora de razón, es el llanto de sus amigos. Las anteriores proezas de sus manos, prodigios de su gran valor, sin gracia cayeron, cayeron entre los ingratos y miserables aqueos. Ciertamente que la madre que le amamantó en antiguos días, encanecida ya por la vejez, cuando se entere de que éste ha perdido el juicio, no exhalará la desdichada suaves lamentos, ni tampoco delicados trinos como lastimado ruiseñor, sino que prorrumpirá en cantos de agudisimo dolor, dándose golpes de pecho y arrancándose los blancos cabellos con las uñas. Mejor estará en el infierao que aquí atormentado por incurable mania quien, procediendo por la raza paterna de los esforzados aqueos, ha perdido ya sus propios sentimientos y se halla fuera de si, ¡Oh, infeliz padre, cuán funesta calamidad estás esperando saber de tu hijo, cual nadie hasta hoy la sufrió de los divinos eácidas, excepto él!

Áyax.— Todo lo que existe, el continuo e inmensura ble tiempo lo saca de la obscuridad, y, una vez aparecido, lo sepulta en las tinieblas. Y no hay que decir esto no sucederá, porque marra el más terrible juramento y se ablanda el más duro corazón. Yo, pues, que resistía antes los trances más horrorosos como el acero templado, he suavizado la dureza de mis palabras ante esta mujer. Me da lástima dejarla desamparada entre mis enemigos, y huérfano a mi hijo. Me voy, pues, a los baños y a los prados de la orilla para ver si lavando bien todas mis manchas, quedo libre de la temible cólera de la diosa. Y yendo después a sitio que no deje huella ninguna, ocultaré esta espada, la más odiosa de mis armas, cavando un hoyo en la tierra, en donde nadie la vea, sino que la noche y el infierno la guarden en sus entrañas. Porque desde que recibí en mis manos esta espada, como regalo de Héctor, mi más odioso enemigo, no he hecho cosa plausible a los argivos. Cuán verdadero es el adagio corriente entre los mortales: « Regalo de enemigo, ni es regalo ni cosa que te sirva de provecho. » Asi, pues, aprendamos para en adelante a sujetarnos a la voluntad de los dioses, y también a respetar a los atridas. Jefes son, y es preciso obedecerlos. ¿Y cómo no? Los más terribles y fuertes, elementos se sujetan a las leyes naturales: el invierno, cubierto de nieve, cede su vez al fructífero verano; desaparece el círculo de la tenebrosa noche ante la aurora de blancos corceles que viene derramando luz, y el soplo de suave viento apacigua al embravecido mar. Hasta el sueño, que a todos domina, suelta a uno después de haberle aprisionado, y no lo tiene siempre envuelto en sus lazos. ¿Cómo, pues, no he de aprender yo a ser prudente? La experiencia me acaba de demostrar que el odio que he de tener al enemigo no ha de ser tanto que me impida hacérmelo luego amigo, y que he de procurar servir al amigo con la idea de que no siempre ha de continuar siéndolo; porque a la mayoría de los mortales, les es infiel el puerto de la amistad. Y basta ya acerca de esto. Tú, mujer, éntrate corriendo dentro y ruega a los dioses para que mi corazón logre el cumplimiento de sus deseos; y vosotros, ¡oh amigos!, hacedme el mismo honor; y a Teucro, si viene, decidle que se interese por mi y piense también en vosotros. Voy adonde me es preciso ir. Vosotros haced lo que os he mandado, y pronto sabréis que salvo está ya este infeliz.

Coro.—Estoy horripilado de gozo; doy saltos de alegría. ¡Oh, oh, Pan, Pan! ¡Oh Pan, Pan, que vagas por el mar! Desde el nivoso y pétreo collado de Cyllene, ven aquí, ¡oh rey!, inventor de los coros de dioses, para bailar conmigo las danzas nisias y cnosias, que tú mismo me enseñaste. Pues ahora mi deseo es bailar; y por el piélago Icario, viniendo el rey Apolo, el Delio, que tan familiar me es, que me asista benévolo por siempre jamás. Me desató Marte la terrible venda de tristeza que me cubría los ojos. ¡Alegria, alegria! Ahora de nuevo, ahora, ¡oh Júpiter!, aparece yą la blanca luz de feliz dia a las ligeras naves que veloces atraviesan el mar; porque Áyax, libre de su dolencia, las venerandas disposiciones de los dioses cumplió, respetándolas con la mayor piedad. Todo lo madura el poder del tiempo; y nada diré que no pueda afirmarse, cuando, contra lo que esperaba, Áyax se arrepintió de su cólera y atroces insultos contra los atridas.

Mensajero.— Queridos amigos, ante todo deseo anunciaros que Teucro acaba de llegar de las cumbres de Misia, y al pasar por medio del campamento ha sido insultado a una por todos los argivos. Al verle venir de lejos le han rodeado en circulo y empezado todos, de todos lados, a empujarle con insultos, llamandole hermano consanguineo del loco y traidor al ejército, que no pagaria haciéndole morir triturado a pedradas. Y a tal punto llegó la cosa, que echaron mano a las espadas desenvainándolas; y si la contienda no pasó más adelante, fué por la intervención y consejos de los venerables ancianos. Pero ¿dónde está vuestro Áyax, para que le diga esto? Pues conviene enterar a los señores de todo lo que se dice.

Coro.— No está dentro, que ha salido hace poco con nuevas resoluciones, tomadas en virtud de la transformación operada en su carácter.

Mensajero.— ¡Ay, ay! Tarde me envió quien me dió este mensaje, o vine yo lentamente.

Coro.— ¿Y en qué podemos remediar la falta de tu tardanza?

Mensajero.— Mandó Teucro que detuviéramos al hombre dentro de la tienda, y no le dejáramos salir antes de que él viniese.

Coro.— Pues se ha marchado, decidido por la mejor determinación que podía tomar, reconciliado ya con los dioses y libre de su locura.

Mensajero.— Palabras necias son ésas, si Calcas ha dado su profecía en todo su cabal juicio.

Coro.— ¿Cuál? ¿Qué sabes tú acerca de eso?

Mensajero.— Bastante sé; que pasó todo en mi presencia. De la reunión en que estaban constituidos los supremos jefes del ejército, se levantó Calcas sólo sin que le acompañara ningún atrida; y trabando su diestra amablemente con la de Teucro, le dijo y recomendó que por todos los medios posibles se retuviese, durante el dia que nos está alumbrando, a Áyax dentro de la tienda, sin dejarle salir, si es que deseaba verle con vida. Pues sólo durante el dia de hoy le impulsará la cólera de la diosa Minerva, según el vaticinio que nos ha revelado. Porque los hombres más soberbios y orgullosos son dejados de la mano de los dioses en castigo de sus graves pecados, ha dicho el adivino, y que sucede esto a todo aquel que teniendo naturaleza humana no piensa como conviene que piense el hombre; pues Áyax, desde el momento en que se disponia a salir de su patria, perdió el buen sentido a pesar de los sabios consejos de su padre, el cual le amonestó diciendo: «Hijo mio, con tu lanza has de procurar vencer; pero siempre con el favor de los dioses. » A lo que necia y soberbiamente respondió él; « Padre, con el favor de los dioses, hasta el hombre más inútil alcanza el triunfo; pero yo, aun sin ellos, creo que alcanzaré esa gloria.» Tal fué la primera contestación de su orgullo. Dió la segunda a la diosa Minerva, a la cual, en ocasión en que le estimulaba a descargar su homicida mano sobre los enemigos, respondió esta funesta e inaudita contestación: «Reina, vete a exhortar a los demás argivos, que por mi parte jamás declinará la lucha.» Con tales respuestas se ganó la implacable cólera de la diosa, por no pensar como conviene al hombre. Pero si pasa el dia de hoy, habremos logrado salvarle con el auxilio de la diosa. Tal ha sido la profecía del adivino; y Teucro en seguida me envió con este mandato para que detengamos al hombre; pues, si le abandonamos, se quita la vida, si Calcas acierta en su predicción.

Coro.— ¡Desdichada Tecmesa! ¡Infeliz mujer! Ven y escucha lo que dice este hombre. El trance es tan apurado que a nadie debe alegrar.

Tecmesa.— ¿Para qué llamáis de nuevo a esta infeliz, que aún no ha descansado de las penas que sin cesar la afligen?

Coro.— Oye a este hombre, que viene con un encargo referente a Áyax, que nos ha llenado de tristeza.

Tecmesa.— ¡Pobre de mil Qué dices, hombre? ¿Estamos perdidos?

Mensajero.— No sé cuál sea tu suerte, pero si que si Áyax está fuera, no me alegro de ello.

Tecmesa.— Pues fuera está; de manera que, para angustiarme, ¿qué me vienes a decir?

Mensajero.— Teucro ha mandado que lo retengamos en la tienda y no le dejemos salir solo.

Tecmesa.— Pero ¿dónde está Teucro y por qué dice eso?

Mensajero.— Hace poco que ha llegado, y cree que esta salida de Áyax le ha de ser mortal.

Tecmesa.— ¡Infeliz de mí! ¿Y de qué hombre lo ha sabido?

Mensajero.— Del adivino hijo de Testor, según el cual el día de hoy es de vida o muerte para Áyax.

Tecmesa.— ¡Ay amigos!, auxiliadme contra los rigores de la fortuna; corred unos en busca de Teucro; id otros hacia los valles del Occidente y los demás hacia los del Oriente, y buscad sin descanso al hombre que en tan fatal día ha salido. Ya veo que he sido engañada por él, y que he perdido el atractivo que antes le infundía. ¡Ay de mí! ¿Qué haré, hijo mío? Esto no admite espera. Voy también yo allá, mientras me asistan las fuerzas. ¡Vayamos, corramos! No debe quedarse sentado quien quiera salvar la vida a un hombre que se da prisa en matarse.

Coro.— Dispuesto estoy a marchar, y lo verás por mis obras. La urgencia del asunto y mis pies van a la par.

Áyax.— El homicida hierro está muy bien para cortar, y no podría estarlo mejor aunque uno tuviera tiempo para pensar en ello. Regalo es de Héctor, el hombre más aborrecido por mí de todos los enemigos, y el que más odio me inspiraba al verle. Clavado está en la enemiga tierra de Troya, recién afilado con la piedra que aguza el hierro. Y yo lo he hincado bién disponiéndolo del modo que más me conviene para morir pronto. Así, todo lo tengo bien preparado. No falta más sino que tú, ¡oh Júpiter!, como es natural, me asistas el primero. Te pido no alcanzar larga senectud. Envia, por mi, un mensajero que lleve a Teucro la mala nueva, para que sea él el primero que me levante al caer atravesado por esta espada, recién teñida en mi sangre; no sea que visto antes por alguno de mis enemigos, me arroje, exponiéndome como pasto, a los perros y a las carnívoras aves. Esto, ¡oh Júpiter!, te suplico, Invoco también a Hermes, que ha de ser mi guia por los caminos subterráneos, para que me lleve bien, después de traspasar sin dolor y con rápido golpe mi costado con esta espada. Llamo también en mi auxilio a las siempre vírgenes que ven todos los sufrimientos de los mortales, las venerandas Erinas de veloces pies, para que vean cuán infelizmente muero por culpa de los atridas. Y para que a esos cobardes у facinerosos se los lleven del modo más ignominioso, a fin de que, como vean que caigo yo suicidado, así mueran ellos asesinados por sus parientes más queridos. ¡Venid, oh prontas y Vengadoras Erinas! Apresuraos, no perdonéis a nadie en todo el campamento. Y tú, que atraviesas con tu carro el excelso cielo, ¡oh Sol!, cuando mi patria tierra llegues a ver, deteniendo la áurea rienda, anuncia mis desgracias y mi muerte a mi anciano padre y a mi desdichada madre. Ciertamente que la infeliz, cuando oiga tal noticia, romperá en luctuoso llanto por toda la ciudad. Pero inútiles son estas vanas lamentaciones; hay que empezar la obra con toda prontitud. ¡Oh muerte, muerte!, ya es hora de que vengas a visitarme, aunque contigo ya conversaré alli cuando nos hallemos juntos. Pero a ti, joh resplandeciente luz de este espléndido dia!, y al Sol conductor del carro, dirijo mi palabra por última vez y ya nunca más en adelante. ¡Oh luz, oh sagrado suelo de Salamina, mi tierra natal! ¡Oh sede paterna de mi hogar, ilustre Atenas, y parientes que conmigo os habéis criado! ¡Oh fuentes y rios y campos troyanos!, a vosotros también os hablo. ¡Salud, oh sus tentos mios! Esta es la última palabra que pronuncia Áyax. En adelante, en el infierno hablará con sus habitantes.

Semicoro.— La fatiga me aumenta el dolor con el sufrimiento. ¿Qué paraje, qué senda, qué camino no he recorrido ya? Ningún lugar me da señales con que pueda reconocerlo. ¡Pero mira! Cierto ruido oigo de nuevo.

Semicoro.— Es de nosotros, compañeros vuestros de la misma nave.

Semicoro.— ¿Y qué hay?

Semicoro.— He recorrido toda la parte occidental del campamento.

Semicoro.— ¿Y has...?

Semicoro.— Mucho cansancio, sin haber visto nada.

Semicoro.— Ni yo, que he recorrido todo el camino del lado oriental, sin que el hombre en parte alguna se presentara a mi vista.

Coro.— ¿Quién a mi, ya sea alguno de los infatigables pescadores que haya pasado la noche pescando, ya alguna de las diosas del Olimpo o de los rios que corren al Bósforo, podrá decirme si ha visto vagar por aqui al hombre de duro corazón? Pues es desgracia que yo, después de tanto sufrir corriendo por todas partes, no haya tropezado con él en mi camino, en el cual no he visto ni siquiera sombra de hombre.

Tecmesa.— ¡Ay infeliz de mí!

Coro.— ¿De quién es el llanto que sale de la costera selva?

Tecmesa.— ¡Ay desdichada!

Coro.— A la esclava y malaventurada concubina veo; a Tecmesa, embargada en tan gran llanto.

Tecmesa.— ¡Desfallezco, muero; perdida estoy, amigos mios!

Coro.— ¿Qué hay?

Tecmesa.— Áyax, miradle, que acaba de herirse, yace con la espada envainada en su pecho.

Coro.— ¡Ay de mi vuelta! ¡Ay! Has matado, ¡oh rey!, a este tu compañero de viaje. ¡Oh infeliz! ¡Oh desdichada mujer!

Tecmesa.— Tan eierto es lo que dices, que no nos queda más que llorar.

Coro.— ¿De manos de quién se sirvió el desgraciado para tal obra?

Tecmesa.— De las suyas propias. La cosa es clara. La espada, clavada en el suelo y hundida en su cuerpo, lo manifiesta.

Coro.— ¡Ay de mi desgracia! ¡Cómo solo te has herido, sin que te lo pudieran impedir los amigos! Y yo en todo estúpido, en todo necio, me descuidé. ¿Dónde, dónde yace el que nunca volvía la espalda; el de infausto nombre Áyax?

Tecmesa.— No está para que se le pueda ver; lo cubriré con este manto, que lo envuelve enteramente, porque nadie que sea su amigo tendrá ánimo para verle echando negra sangre por las narices y por la cruenta llaga de su propia herida. ¡Ay!, ¿qué haré? ¿Quién de tus amigos te asistirá? ¿Dónde está Teucro? ¡Cuán a punto, si viniese, llegaría para sepultar a su hermano muerto! ¡Ay infeliz Áyax! Tan valiente como has sido, y yaces tan desdichado, digno de inspirar lástima a tus mismos enemigos.

Coro.— Te disponías, infortunado, te disponías, con tiempo y ánimo firme, a llevar a su cumplimiento el fatal destino de innumerables desdichas. Tales quejas durante noche y día exhalabas de tu duro corazón, hostil a los atridas, en tu fatal dolencia. Origen de innumerables desgracias fué aquel día en que se anunció el certamen para premiar el valor con las armas de Aquiles.

Tecmesa.— ¡Ay de mi!

Coro.— Te llega al corazón, lo sé, la desgracia horrenda.

Tecmesa.— ¡Ay infeliz de mí!

Coro.— No te descreo, y doblemente debes lamentarte, ¡oh mujer!, de haber perdido ahora mismo tal amigo.

Tecmesa.— Tú puedes creer eso, pero yo lo siento demasiado.

Coro.— Lo mismo digo.

Tecmesa.— ¡Ay hijo, y cuán duro es el yugo de la esclavitud que nos espera, y los amos que nos van a dominar!

Coro.— ¡Ay! Has dicho cosa que por tu dolor no me atrevia yo a decir, de los crueles atridas. Pero ojalá la evite un dios.

Tecmesa.— No habrían pasado así las cosas, a no intervenir los dioses.

Coro.— Muy pesado es el dolor que ellos te han causado.

Tecmesa.— Sin embargo, la que ha preparado toda esta desgracia es la terrible diosa Minerva, hija de Júpiter, por complacer a Ulises.

Coro.— En verdad que en el fondo de su impenetrable corazón nos insulta ese que todo lo aguanta, y serie a carcajadas de las penas que la locura nos causó, ¡ay, ay!, lo mismo que se reirán los dos atridas al saberlo.

Tecmesa.— Que se rian y se alegren de la desgracia de éste. Pues si vivo no lo estimaron, es posible que muerto lo lloren al carecer de su ayuda; porque los necios no aprecian el bien que entre manos tienen hasta que lo pierden. Mayor es la amargura que me deja a mí al morir, que la alegria que tendrán ellos y el gusto que se dió a sí mismo porque logró para si lo que quería: la muerte que deseaba. ¿Qué tienen que reírse de esto? Los dioses le han matado; no ellos, no. Y siendo asi, vana es la risa de Ulises. Áyax ya no existe para ellos; y ha muerto para mi, dejándome penas y llantos.

Teucro.— ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!

Coro.— ¡Calla! La voz de Teucro me parece oir, prorrumpiendo en lamentos que indican tiene noticia de la desgracia.

Teucro.— ¡Oh queridísimo Ayax! ¡Oh amada sangre mia! ¿Has muerto como la voz pública refiere?

Coro.— Ha muerto el hombre, Teucro; esto has de saber.

Teucro.— ¡Ay, qué fatal suerte la mia!

Coro.— Y siendo asi...

Teucro.— ¡Ay infeliz de mi, infeliz!

Coro.— Natural es llorar.

Teucro.— ¡Oh dolor, cómo me abates!

Coro.— Demasiado, Teucro.

Teucro.— ¡Ay desdichado! ¿Y qué es de su hijo? ¿Dónde se encuentra?

Coro.— Solo, en la tienda.

Teucro.— Trảemelo aqui en seguida, no sea que, como a cachorro de viuda leona, me lo arrebate algún enemigo. Marcha, apresúrate, corre. Que del enemigo muerto todo el mundo gusta reirse.

Coro.— Y en verdad, Teucro, que antes de morir el hombre te encargó que cuidaras del niño, como lo estás haciendo.

Teucro.— ¡Oh espectáculo el más doloroso para mí de cuantos he visto con mis ojos, y camino que has afligido mi corazón más que ningún otro camino, el que ahora he recorrido! ¡Oh queridísimo Áyax! ¡Cómo me enteré de tu muerte cuando te iba buscando y seguia el rastro de tus huellas! Pues la noticia, como si la propalara un dios, penetró prontamente en los oídos de todos los aqueos. Noticia que al oírla, lejos donde estaba, me llenó de dolor; y ahora, al verte, muero de pena. ¡Ay de mi! Ven. Descúbrelo para que vea todo el mal. ¡Oh espectáculo horrendo y propio de la más cruel resolución! ¡Cuánta aflicción has sembrado en mi alma con tu muerte! ¿Adónde podré yo ir? ¿Qué hombres me acogerán, no habiéndote prestado ningún auxilio en tu desgracia? ¿Cómo Telamón, tu padre y también mío, podrá recibirme con buena cara y ánimo propicio al volver sin tí? ¿Cómo no, si aunque se le presentara uno victorioso, no gustaba jamás de reir? ¿Qué denuesto se callará? ¿Cómo no dirá, maldiciendo del espurio hijo de esclava, que por miedo y cobardía te abandonó, ¡oh carísimo Áyax!, o bien que te hizo traición, engañándote para heredar tu poder y los bienes que te pertenecían? Así me reprochará, irritado, el hombre que en su achacosa vejez por muy poco se enciende en cólera. Y finalmente, rechazado por él, seré expulsado de la patria, apareciendo en las conversaciones de todos como esclavo, siendo libre. Esto encontraré en casa; y aquí en Troya, muchos enemigos y ningún provecho. Y todo esto por haber muerto tú. ¡Ay!, ¿qué haré? ¿Cómo te arranco de esa cruel y ensangrentada espada, ¡oh desdichado!, que te hizo exhalar el último aliento? Debías haber pensado que con el tiempo, muerto Héctor, te debía matar. Considerad, por los dioses, la suerte de estos dos hombres. Héctor, con el cinturón que de éste recibió como regalo, atado al carro (de Aquiles), fué destrozado poco a poco hasta que perdió la vida; y éste, con esa espada que en cambio recibió de aquél, se suicidó con golpe mortal. ¿No será, pues, la Furia la que fabricó esa espada, y el cruel infierno quien hizo aquel cinturón? Lo que es yo no puedo decir sino que esto y todo lo que sucede a los mortales es cosa tramada por los dioses. Si alguien no es de tal opinión, que se complazca con la suya, que yo me quedo con ésta.

Coro.— No te extiendas demasiado, sino piensa cómo has de sepultar a este hombre, y lo que has de responder pronto; pues veo venir a un enemigo, y es posible que, siendo un malvado, venga a reírse de nuestra desgracia

Teucro.— ¿Quién del ejército es ese hombre que ves?

Coro.— Menelao, por mor de quien vinimos en esta expedición.

Teucro.— Lo veo; cerca está ya y no es difícil reconocerlo.

Menelao.— ¡Ce!, te digo que no lleves a sepultar ese cadáver, sino déjalo como está.

Teucro.— ¿En obsequio de quién gastas tales palabras?

Menelao.— Porque así me place, y también al que manda del ejército.

Teucro.— ¿No podrías decirme qué motivo alega?

Menelao.— Que creyendo llevar en él, de nuestra patria, a un aliado y amigo de los aqueos, hemos averiguado por nuestras investigaciones, que es peor enemigo que los frigios, ya que deseando la muerte de todo el ejército, se lanzó esta noche espada en mano para asesinarnos. Y a no haberle frustrado un dios tal empresa, seríamos nosotros los que habríamos tenido la suerte que a él ha cabido, yaciendo exánimes de la manera más ignominiosa, mientras el viviría. Pero desvió un dios su perfida intención, que cayó sobre las bestias y los pastores. Esta es la razón por la cual no hay hombre que tenga poder bastante para honrar a ese cadáver con una tumba; sino que ahí, echado sobre la amarillenta arena, ha de ser pasto de las aves marinas. Contra esto no levantes tu fiera cólera, pues si en vida no pudimos domeñarle, mandaremos de él muerto, aunque tú no quieras, porque te obligaremos a la fuerza. Jamás en su vida quiso obedecer nuestros mandatos; y en verdad que sólo un malvado se atreverá a sostener que un simple ciudadano no debe respetar las órdenes de sus superiores; porque nunca serán obedecidas las leyes en ciudad en que no haya temor, ni podrá ser bien mandado un ejército sin la expectativa de los premios y castigos. Es preciso, pues, que el hombre, por grande y valiente que sea, considere que puede caer al más pequeño tropiezo. Ten en cuenta que el temor y la humildad son la salvación de aquel a quien acompañan; y considera que la ciudad donde se permita insultar y hacer lo que a cada uno le dé la gana, decayendo poco a poco de su florecimiento, se precipita en los abismos. Haya, pues, siempre cierto saludable temor; y no creamos que haciendo lo que nos plazca, no hemos de sufrir luego, pagando las consecuencias. Tal es el turno natural de las cosas: antes fué éste fogoso insolente; ahora soy yo quien me ensoberbezco y te ordeno que no lo sepultes, si no quieres caer, al intentarlo, en su misma sepultura.

Coro.— Menelao, después de haber expuesto sabias máximas, no vengas a ser tú mismo quien insultes a los muertos.

Teucro.— Nunca ya me admiraré, ¡oh amigos!, de que un hombre de obscuro linaje caiga en error, cuando los que se creen nobles de nacimiento incurren en tales aberraciones; porque, ¡ea!, repite lo que has dicho al principio. ¿Crees tú que mandabas de este hombre, por haberlo traído aquí como aliado de los aqueos? ¿No vino él mismo como dueño de sí, propio? ¿Dónde mandabas tú de él? ¿De dónde te vino el derecho de reinar sobre la gente que trajo él de su patria? Viniste como rey de Esparta, no como soberano de nosotros. Ni existe ley ninguna que te confiera sobre él más imperio que a él sobre tí. Como jefe de unos cuantos viniste aquí, no como generalisimo y de modo que pudieras mandar de Áyax. Manda, pues, de tus súbditos; y esas retumban tes palabras, con ellos empléalas; porque a éste, aunque lo prohibas tú o cualquier otro general, lo pondré en sepultura digna de él, sin temor a tus amenazas. No vino aquí con su ejército por causa de tu mujer, como esos que en toda empresa toman parte, sino por el juramento con que se había obligado, y de ninguna manera por tí, porque él nunca hizo caso de gente indigna como vosotros. Por tanto, ya puedes venir aquí con muchos pregoneros y con el general, que no me he de preocupar de tu decisión mientras seas lo que eres.

Coro.— Tampoco aplaudo la manera como te expresas, hallándote en la desgracia; porque las palabras duras, aun cuando sean justas, muerden.

Menelao.— El arquero parece ensoberbecerse no poco.

Teucro.— No es de villanos el oficio que poseo.

Menelao.—Muy grande seria tu orgullo si embrazases escudo.

Teucro.— Y me basto para luchar contigo bien cubierto.

Menelao.— La lengua acrece tu cólera, como si me hubieras de espantar.

Teucro.— Estando en lo justo, razón es que uno se crezca.

Menelao.— ¿Justo era, pues, que éste prosperara matándome?

Teucro.— ¿Matándote? Valiente cosa has dicho, si vives después de muerto.

Menelao.— La diosa me salvó, que por él, muerto estaría.

Teucro.— No deshonres, pues, a los dioses que te han salvado.

Menelao.— ¿Menospreciaré yo acaso las leyes di vinas?

Teucro.— Sí, pues te opones a ellas no dejando se pultar a los muertos.

Menelao.— En verdad, a los que son mis propios enemigos, pues no debo permitirlo.

Teucro.— ¿Acaso Áyax fué enemigo tuyo alguna vez?

Menelao.— Él odiaba a quien le odiaba; bien lo sabes tú.

Teucro.— Tú le quitaste el premio; pues bien se descubrió que amañaste los votos.

Menelao.— En los jueces, no en mi, estuvo la falta.

Teucro.— Muchas son las iniquidades que tú oculta y malamente puedes hacer.

Menelao.— Eso que dices causará tristeza a alguien.

Teucro.— No mayor, a lo que parece, de la que tenemos.

Menelao.— Una cosa te he decir: que a éste no se le ha de dar sepultura.

Teucro.— Pues oye mi contestación: éste será sepultado.

Menelao.— Ya en cierta ocasión vi un hombre va liente de lengua que instaba a los marineros a navegar en invierno; pero cuando llegaban los tempestuosos días de esta estación, no se le oía por ninguna parte, sino que, envuelto en su manto, se dejaba pisar por todo el que quisiera de los marinos. Lo mismo sucederá a tí y a tu insolente lengua: cualquiera tempestad que de pequeña nube se originara, extinguiría tu charla locuaz.

Teucro.— También yo vi a un hombre lleno de fatuidad que insultaba a sus compañeros en la desgracia. Y como le viese uno parecido a mí y tan irritado como yo, le dijo estas palabras: «¡Mortal!, no injuries a los muertos; pues si los injurias, ten en cuenta que has de ser castigado.» Tales consejos daba a un infeliz uno que estaba presente. Y yo también le estoy viendo; y no es otro, según me parece, sino tú. ¿Es que no he hablado claro?

Menelao.— Me voy; pues vergonzoso es que se entere alguien de que estoy castigando de palabra a quien puedo obligar a la fuerza.

Teucro.— Márchate ya; pues más vergonzoso me es oír a un hombre fatuo, que no dice sino necedades.

Coro.— Habrá contienda por esta grande disputa. Así que, lo más pronto que puedas, apresúrate, Teucro, y corre a ver alguna cóncava fosa para éste, en donde tenga espaciosa sepultura que lo recuerde siempre a los mortales.

Teucro.— Y en verdad que muy a propósito llegan los más próximos parientes de este hombre, su hijo y su mujer, para celebrar los funerales de este desdichado cadáver. Niño, acércate aquí, y, firme como una estatua, agárrate, en ademán suplicante, del padre que te engendró. Ponte cara hacia él, cogiendo en tus manos mis cabellos, los tuyos y los de esta mujer, que constituyen el tesoro de los suplicantes. Y si alguno del ejército por fuerza te quiere arrancar de este cadáver, que vilmente caiga el villano insepulto en el suelo, segando de raíz a toda su raza, así como yo corto esta trenza de cabello. Agárralo, niño, y procura que nadie te mueva de aquí, sino abrázate cayendo sobre él. Y vosotros que estáis cerca, asistidle, no como mujeres, sino como varones, y prestadle vuestro auxilio hasta que yo venga de buscar sepultura para este, aunque todos me lo prohiban.

Coro.— ¿Qué número hará el último de los errantes años, que pondrá término a mi incesante fatiga de blandir la lanza, llevando la ruina sobre la anchurosa Troya, funesto baldón de los helenos? Debía antes haber desaparecido arrebatado por los aires o tragado por el infierno, en donde tantos caben, aquel hombre que enseñó a los griegos la guerra social de odiosas armas. ¡Ay, calamidades, que engendráis calamidades! Aquél, pues, lanzó a los hombres camino de su ruina. Ciertamente él, ni para gozar de las coronas y apurar profundas copas, me proporcionó la satisfacción de reunirme, ni para oir el suave concierto de la flauta, ¡oh desdichado!, ni dormir satisfecho de amor. Del amor, del amor hizo que me abstuviera. ¡Ah, cruel! Y asi yazgo indolentemente, mojándose todas las noches mis cabellos de copioso rocío, recuerdo —que nunca olvidaré— de la perniciosa Troya. Pero antes de ahora, de nocturno temor y de enemiga flecha era mi defensa el impetuoso Áyax; mas ahora yace envuelto en horrible muerte. ¿Cuál será, pues, mi gozo? Ojalá me encontrase donde yace silvoso promontorio bañado por el mar, al pie de la alta meseta de Sunio, para poder saludar a la veneranda Atenas.

Teucro.— Y en verdad que me apresuré al ver que venía hacia aquí contra nosotros el generalisimo Agamemnón, sin duda ninguna para dar rienda suelta a su funesta lengua.

Agamemnón.— ¿Eres tú de quien me acaban de anunciar las horribles blasfemias que impunemente se han dicho contra nosotros? A tí, al hijo de la esclava, digo. En verdad que si hubieras nacido de madre noble, levantarías tu voz y no andarías a pie, cuando, siendo un nadie, te pones en contra nuestra por quien nada es, y perjuras que nosotros no vinimos aqui como generales y almirantes de los aqueos y también de tí, sino que, según tú dices, vino Áyax como autónomo. ¿No es inaguantable oir esto de un esclavo? ¿Por mor de quién gritas tan soberbiamente? ¿Adónde fué él, o en dónde se halló que no me encontrara yo? ¿No hay entre los aqueos más hombres valientes que ése? No parece sino que, con motivo de adjudicar las armas de Aquiles, anunciamos entre los aqueos crueles certámenes, si por todas partes nos presentara Teucro como unos malvados, y no os bastara a vosotros y a los demás subordinados conformaros con la decisión de respetables jueces, sino que siempre nos habéis de zaherir con vuestras calumnias traidoramente nos habéis de asesinar, vosotros los preteridos. Según esos procedimientos, jamás tendria eficacia ninguna ley; pues a los que en justicia han vencido rechazaríamos, y a los que detrás han quedado, delante colocaríamos. Esto es digno de reprensión. No, pues, los hombres más fornidos, más gruesos y de más anchas espaldas son la más firme defensa del ejército, sino que, por el contrario, los dotados de buen consejo son los que vencen en todas partes. De ancha espalda es el buey y, sin embargo, un pequeño aguijón le hace andar recto por su camino. Y a lo que veo, este mismo es el remedio que a ti te tendré que aplicar pronto, si no tomas una prudente determinación; pues por un hombre que ya no existe y no es más que una sombra, con tanta audacia te insolentas y tan descaradamente hablas. ¿No aprenderás a ser prudente, y sabiendo que eres esclavo de nacimiento, nos traerás aquí un hombre libre que te represente y nos exponga tus deseos? Porque a lo que tú digas jamás haré caso yo; a bárbara lengua no presto oído.

Coro.— Ojalá a los dos la prudencia os asista para pensar con sensatez; porque nada mejor que esto puedo aconsejaros.

Teucro.— ¡Ay! Muerto uno, cuán pronto entre los hombres el agradecimiento se desvanece y cae en el delito de traición, si de tí, ¡oh Ayax!, este hombre, por frívolos pretextos, no guarda ya memoria, cuando por él tú tantas veces exponiendo tu propia vida sufriste las fatigas de la guerra. Pero ha pasado todo esto al olvido. ¡Oh, tú, que acabas de proferir tantas y necias palabras!, ¿no te acuerdas ya de cuando en el vallado hace tiempo encerrados vosotros, que ya nada podiais, en la huida de todos, éste os salvó acudiendo solo cuando ya en torno de las naves por los altos bancos de los marineros ardia el fuego, y hacia los marinos esquifes se lanzaba por el aire Héctor saltando el foso? ¿Quién de todo esto os salvó? ¿No fué éste el que lo hizo, de quien tú dices que nunca combatió a pie firme? ¿Acaso vosotros no aplaudisteis estas proezas? Y cuando de nuevo él solo salió a combate singular con Héctor, ¿no fué porque él, queriendo que le tocara la suerte, en vez de una bola de tierra pesada, puso la suya muy ligera para que fuera la que en el sorteo saltara del casco por encima de las demás? Éste fué quien hizo tales cosas, y con él estaba yo, el esclavo, el de bárbara madre nacido. ¡Miserable!, ¿adónde miras cuando tales cosas dices? ¿No sabes que de tu padre fué padre el antiguo Pélope, que era un bárbaro frigio, y que Atreo, el que te engendró, fué un hombre execrable que presentó a su hermano un banquete de sus propios hijos? Y tú mismo, ¿no naciste de madre cretense, encima de la cual sorprendiendo a un hombre extraño el padre que te engendró, la arrojó a los ágiles peces para que la destrozaran? Tal siendo tú, ¿de tal modo injurias mi linaje? A mí, que he nacido de mi padre Telamón, el cual, por haber alcanzado el primer premio del ejército, obtuvo como consorte a mi madre, que de nacimiento era reina por su padre Laomedonte, y que como distinguido presente se la concedió a mi padre el hijo de Alcumena. ¿Acaso yo, siendo noble y de dos nobles nacido, puedo deshonrar a los de mi sangre, a quienes ahora tú, porque yacen en tales miserias, rehusas la sepultura sin avergonzarte de decirlo? Bien; pues esto has de saber: con éste, si le arrojáis a alguna parte, arrojaréis también a la vez a nosotros tres, muertos con él. Porque entiendo que bello es para mí el morir gloriosamente luchando por éste, que no por tu mujer y por tí y por tu hermano. Ante esto, mira no por lo mio, sino por lo tuyo; porque si me ofendes en algo, algún día querrás haber sido tímido más que valiente en este asunto mio.

Coro.— Rey Ulises, oportunamente has de saber que llegas, si no vienes a complicar, mas a dar solución.

Ulises.— ¿Qué pasa, hombre? De lejos, pues, oí los gritos de los atridas acerca de este ilustre cadáver.

Agamemnón.— Pues ¿no estamos oyendo los más insultantes dicterios, rey Ulises, de este hombre ahora mismo?

Ulises.— ¿Cuáles? Porque yo tengo indulgencia para con el hombre que al oirse maltratar responde con malas palabras.

Agamemnón.— Las oyó malas porque tal había hecho conmigo.

Ulises.— ¿Pues qué te hizo, que lo tengas por ofensa?

Agamemnón.— Dice que no dejará que este cadáver quede sin sepultura, sino que por fuerza lo ha de sepultar contra mi voluntad.

Ulises.— ¿Es posible que al decirte la verdad un amigo, no menos que antes sigas conforme con él?

Agamemnón.— Dila, pues realmente no estaria en mi cabal juicio; porque como amigo, te tengo yo por el mayor entre los argivos.

Ulises.— Escucha, pues: al hombre éste, por los dioses, no permitas que sin sepultarlo tan cruelmente lo arrojen; ni que la violencia te domine nunca de manera que llegues a odiar tanto que a la justicia conculques. Pues también para mi fué éste el mayor enemigo del ejército desde que soy dueño de las armas de Aquiles; pero aunque el fuera tal para mí, no le deshonraré hasta el punto de no decir que en él veía a un hombre el más valiente de cuantos argivos a Troya llegamos, excepto Aquiles. De modo que, en justicia, no puedes privarle de esa honra; porque no a él, sino a las divinas leyes conculcarías; y no es justo, después de muerto, perjudicar a un hombre valiente, ni aunque le ten gas odio.

Agamemnón.— ¿Tú también, Ulises, defiendes a éste centra mí?

Ulises.— Sí; y le odiaba cuando era bien que le odiara.

Agamemnón.— Y una vez muerto, ¿no debo yo patearlo?

Ulises.— No te alegres, atrida, de provechos deshonestos.

Agamemnón.— Al tirano, el ser piadoso no le es fácil.

Ulises.— Pero si el hacer caso de los amigos que le aconsejan bien.

Agamemnón.— Obedecer debe el hombre de bien a los que están en autoridad.

Ulises.— Calla; vencerás ciertamente de los amigos, dejándote vencer.

Agamemnón.— Recuerda a qué clase de hombre otorgas la gracia.

Ulises.— Este hombre fué mi enemigo; pero era valiente.

Agamemnón.— ¿Luego qué vas a hacer? ¿Tanto respetas a un enemigo muerto?

Ulises.— Porque la virtud puede en mi más que el odio.

Agamemnón.— Sin embargo, tales hombres son inconstantes en su vida.

Ulises.— En verdad, muchos son ahora amigos y luego enemigos.

Agamemnón.— ¿Y aplaudes tú que uno adquiera tales amigos?

Ulises.— Aplaudir a una alma dura es lo que no quiero yo.

Agamemnón.— A nosotros tú, ¿por cobardes nos harás pasar en este día?

Ulises.— Por hombres verdaderamente justos entre todos los helenos.

Agamemnón.— ¿Mándasme, pues, que permita sepultar al cadáver?

Ulises.— Si, que también yo mismo a cadáver llegaré.

Agamemnón.— En verdad que siempre pasa lo mismo: todo hombre trabaja en provecho propio.

Ulises.— ¿Para quién, pues, es natural que yo trabaje sino para mí?

Agamemnón.— Pues tuya será la obra, no mia.

Ulises.— Como la hagas, de todos modos, buena será.

Agamemnón.— Bien; pero, sin embargo, esto has de saber: que yo a tí efectivamente puedo concederte esta gracia y aún mayor; pero éste, aquí y allá, donde quiera que esté, igualmente odiado me será. Tú puedes hacer lo que quieras.

Coro.— Quien no confiese, Ulises, que por tu entendimiento eres sabio de natural, siendo tal cual eres, es hombre necio.

Ulises.— Y ahora he de decirle a Teucro, después de lo sucedido, que cuanto antes me era odiado, tanto me es ahora estimado; y que quiero ayudarle a supultar este cadáver, sin omitir nada de cuanto es menester que por los muertos valientes hagan los vivos.

Teucro.— Nobilisimo Ulises, por todos conceptos tengo que alabarte, ya que me engañaste mucho en lo que de tí esperaba; porque siendo tú el mayor enemigo que tenía éste entre los argivos, has sido el único que has venido en su auxilio, y no has tolerado que en tu presencia insultara atrozmente a este muerto ningún viviente, como el generalísimo, ese insensato que viniendo él y también su hermano, querían los dos ignominiosamente arrojarlo, privándole de sepultura. Así, pues, ojalá que a ellos el venerable padre del Olimpo y la recordante Erina y la exactora Justicia malamente arruinen, así como querían ellos arrojar a este hombre con sus injurias indignamente. Mas a tí, ¡oh hijo del anciano Laertes!, sólo temo dejarte poner las manos en este sepelio, no sea que esto sea desagradable al muerto; pero en las otras cosas ayúdame; y si a alguno del ejército quieres hacer venir, ninguna pena tendré. Yo haré todo lo demás, y tú ten entendido que para mi eres un hombre de honor.

Ulises.— Pues yo quería en verdad; pero si no te es grato que te ayude en esto, me voy, aplaudiendo tu determinación.

Teucro.— Basta, pues ya ha pasado mucho tiempo. Ea; unos de vosotros cóncava fosa, cavando, preparad pronto; otros alto tripode en el fuego colocad, a propósito para el piadoso lavatorio; una compañia de guerreros traiga de la tienda todo lo conveniente con el escudo del héroe encima. Niño, tú, de tu padre cuanto puedas con amor cogiéndote, levántale conmigo por esta parte. Todavia, pués, calientes sus venas, echan por encima negra sangre. Ea, vamos; todo amigo que quiera ayudar, corra, venga, rindiendo tributo a este hombre que en todo fué bueno y no hay otro mejor entre los mortales.

Coro.— Ciertamente que los mortales pueden saber muchas cosas en viéndolas; pero antes de verlas, ningún adivino del porvenir sabe lo que sucederá.